domingo, 28 de abril de 2019

EL SALÓN DEL SOL: CUENTO DE PERSEVERANCIA

Adela no era como las demás niñas. No le gustaban las muñecas ni los juegos de té. Le fascinaban los modelos para armar, los trenes eléctricos y los rompecabezas. Un día, por un anuncio, se enteró de la gran noticia: ¡Ya estaba a la venta el rompecabezas más grande del mundo! Tenía 24,000 piezas, medía cuatro metros de largo y presentaba imágenes de todo lo más hermoso que hay.
Cuando cumplió diez años, su padre, don Amado, lo encargó de Europa y se lo regaló. También acondicionó una gran habitación de su casa en el centro de Guanajuato en la que entraba mucha luz y colocó una mesa del tamaño apropiado para el trabajo: “Éste es el salón del sol”, le dijo al invitarla a pasar; juntos abrieron la caja y seleccionaron las piezas de las orillas a lo largo de veinte meses. Don Amado murió cuando Adela tenía dieciséis años; regresando del entierro, sin pensarlo, ella siguió con el rompecabezas, que apenas tenía una quinta parte completa.
Permanecía horas en el salón del sol y mientras seleccionaba las partes de color igual, recordaba a su padre. A los veinte, al regresar del internado, besó a su madre, a sus hermanos, y fue corriendo al salón. Dedicaba cualquier rato libre a completar la tarea que había iniciado en su infancia. Cuando el guapo Martín le propuso matrimonio ella le planteó una condición: “Sí, mi amor, pero ayúdame a buscar la cabeza de la cebra, que no hallo”.
Nacieron sus hijos: tantito los arrullaba y los amamantaba, tantito colocaba nuevas piezas. Cuando Martín chico comenzó a caminar ya había completado los peces. Cuando Amelia salió de primaria alcanzaba a verse el arco-iris. Ernesto se graduó y ayudó a su madre con la ciudad sumergida. “¡Es la Atlántida!” dijeron y se abrazaron emocionados al reconocerlo. A los cincuenta años Adela enfermó de gravedad. El médico le recomendó reposo y, aunque se sentía débil, a diario pasaba unas horas entregada a su tarea. Sus nietos eran pólvora… Adela temía que perdieran piezas; sin embargo, cariñosamente guiaba sus manos (sucias de tierra y caramelo) para que colocaran alguna en su lugar.
Cuando enviudó sólo faltaban detalles. Sin querer humedecía las piezas con sus lágrimas y las secaba con el pañuelo. Su vista se nublaba, pero sus dedos reconocían los contornos. Habían pasado sesenta años desde el día en que don Amado le llevó el regalo y ya podía verse todo: los animales, los globos, los veleros, las águilas, los planetas… Sus manos temblorosas alcanzaron a completar la Luna. Faltaba sólo una pieza, la punta del ciprés, cuando doña Adela quedó dormida para siempre sobre ese mundo. Ángel, su nieto, la encontró así aquel mediodía en que el salón del sol parecía hecho sólo de luz. Puso en su lugar la última pieza y acarició a la abuela. Dice que ahora vive en la isla, en la casa de tejado rojo que hay en el centro de la imagen, entre los árboles y el faro que ella construyó a lo largo de su vida.

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