Érase
una vez un pequeño que tenía ganas de llegar a la cima de una montaña. Y
comenzó el camino ¡y paass! que se resbala. Se pone a llorar y gritarle a la
vereda. Avanza unos metros ¡y paass! se raspa los brazos. Se detiene, se pone a
llorar y se enoja contra los arbustos. Sigue avanzando ¡y zaas! comienza a
llover “maldita lluvia”. Se detiene, se enoja y se queda detenido por unos
minutos.
Y
entonces un ángel baja y le dice “¿por qué enojarte contra la naturaleza? Así
la creó Dios. Si quieres llegar a la montaña ¿qué te conviene hacer?”.
A lo que
el pequeño respondió: “me siento muy enojado porque los arbustos me dañan y la
vereda hace que me tropiece, pero si sigo parado y llorando ¡seguiré aquí! y yo
lo que quiero, es llegar a la cima y contemplar las estrellas desde ahí”.
El ángel
replicó: “La vereda te hará caerte, los arbustos seguirán hiriéndote y la
lluvia mojándote, que harás de diferente, entonces?”
“Soportar
y seguir avanzando” respondió el niño. “Cada vez que la lluvia me moje, aunque
no me guste, pensaré que quiero llegar a la cima, cada vez que el arbusto me
hiera, aunque me duela, pensaré en la visión desde la cima que me espera cuando
llegue ¡que tonto he sido! cada minuto que me paro y me pongo a llorar, es un
minuto que desperdicio en avanzar. No volverá a suceder.”
Las
dificultades en el camino del pequeño siguieron siendo las mismas. No era
agradable, pero la diferencia, es que mantenía la visión de la cima y eso le
daba fuerzas para seguir.
¿Llegó?
No lo sabemos. Pero entender que la naturaleza era así y seguir avanzando a
pesar de todo, hizo un mundo de diferencia en su vida.
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