sábado, 6 de junio de 2015

Cuanto Daria


Hoy saqué de la pequeña bodega de Francisco, una botella de vino tinto. Sé que con ello, lo hice muy feliz…
Tengo la bendición de tener un grupo de amigos que me acompañan desde la época del colegio.
Crecimos juntos, nos divertimos, sufrimos, nos hemos acompañado, alejado por un tiempo tal vez, pero seguimos unidos luego de tantos años.
Tengo una historia de vida con ellos, con todos y con cada uno. Experiencias de niños, de jóvenes, de adultos. Nuestra vida ha ido cambiando, se ha ido transformando y algunos tal vez no somos los mismos de antes, pero nos une el amor que nos tenemos y la fuerza de todo lo vivido.
Cuando tienes amigos desde pequeño, amigos entrañables, tienes también –en cierto modo- a sus familias contigo. Conoces a tus padres, llegas a quererlos, los ves envejecer y los despides cuando parten. Un amigo te da no solo todo lo que él puede brindarte, sino que “presta” si cabe el término a su familia, que con el correr del tiempo, se hace un poquito propia también.
Eduardo es uno de esos amigos que la vida me regaló y Francisco, su padre, es también parte de mi historia, de nuestra historia.
Cuando éramos más jóvenes, libres, con el solo compromiso de pasarla bien y estar juntos, solíamos pasar mucho tiempo en la casa de Eduardo. Charlábamos, escuchábamos música, fantaseábamos con lo que sería nuestra vida luego y siempre, pero siempre, yo sacaba de la pequeña bodega de Francisco, una botella de vino tinto.
De carácter fuerte y poca paciencia, Francisco parecía siempre tener un reto en la punta de la lengua, una mirada severa a nuestras conductas juveniles. Hoy sé que era más una postura que otra cosa. No obstante, más allá de su carácter y su posible enojo, yo no podía evitar mi costumbre de sacarle, cada vez que iba, una botella de vino para compartir luego en otro lado con mis amigos.
Yo sabía que él sabía que era yo quien jugaba ese juego y él jugaba conmigo. Yo no le decía nada, él tampoco. De vez en cuando hacía algún comentario respecto de las botellas que faltaban y parecía enojado y molesto, pero por algo ninguno de los dos abandonó esa costumbre, más tarde lo entendí.
El tiempo pasó, para Eduardo, para Francisco, para mí. La vida cambia como debe cambiar, como es lógico que cambie, pero aún así no siempre es fácil aceptarlo. Francisco perdió a su mujer, quedó solo en la casa, solo con esa bodega que, a medida que todos fuimos convirtiéndonos en hombres ocupados, siempre estaba llena.
Ya no nos juntamos en la casa de Eduardo, ni en la de otro tampoco, mantenemos la costumbre de ir a cenar afuera una vez por semana. Por el tiempo que dura esa cena, volvemos a ser los de antes y es hermoso que así sea.
Ya no frecuentamos a los padres de uno o de otro, algunos ya ni siquiera los tienen porque la vida pasa y pasa para todos.
La semana pasada acompañé a Eduardo a ver a su padre. Francisco me recibió con un gesto diferente, ya no era ese hombre enojado de antes, su mirada era más dulce y estaba repleta de nostalgia.
Lo abracé con mucho cariño, con un cariño de años y él me devolvió ese abrazo. Charlamos, nos reímos y recordamos los tiempos en los que nuestra visita era frecuente en su casa.
Como no podía ser de otra manera, hablamos de las famosas botellas de vino que siempre faltaban luego de nuestras visitas.
Un poco en broma, un poco en serio, le pedí disculpas por tantos “robos” y su respuesta caló hondo, muy hondo en mi alma.
Lejos de hacer algún comentario en todo de enojo, me miró y me dijo:
-¡No sabes cuánto daría porque volvieses a sacarme una botella de vino!
No pude contestarle, le sonreí, acaricié su hombro y callé.
La vida había pasado también para Francisco. Ya no había jóvenes revoltosos por su casa, nadie desordenaba, ni hablaba fuerte, hoy lo acompañaba la soledad. Me di cuenta que esa época no solo había sido hermosa para nosotros, sino también para nuestros padres.
Me fui con su frase clavada en el pecho y su mirada instalada en mi corazón.
Decidí entonces que el siguiente jueves no iríamos a un restaurante, sino a comer con Francisco, a su casa y así lo hicimos.
Nos recibió feliz, rió, comió, conversó, fue una noche donde –por un ratito- algo del pasado volvía al presente. Disfrutamos cada uno de la compañía del otro. En los ojos de Francisco brillaba la felicidad y el agradecimiento.
La noche pasó muy de prisa, demasiado sin dudas, debíamos retirarnos pues ya no podíamos –como antes-dormir hasta tarde el día siguiente.
Antes de irme, y como no podía ser de otra manera, saqué una botella de vino de la pequeña bodega de Francisco. La guardé en mi maletín y salí, no sin antes abrazarlo con mucha fuerza y en ese abrazo, el pasado volvió a ser presente.

Sé que no bien cerró la puerta, Francisco fue a la bodega y sonrió como si el tiempo, por esta noche, se hubiera detenido. Sé que esa noche, le devolví un poco de esa vida que tanto habíamos disfrutado ambos.

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