viernes, 29 de mayo de 2015

Don Santiago


Esta es la historia de don Santiago, un habitante más de una de las tantas bellas y pintorescas ciudades del interior de cualquier país.

Frisa alrededor de los setenta años, su andar es pausado así como su hablar. Es delgado, algo encorvado, cabellos blancos, sonrisa franca y mirada límpida. Todos sus haberes consisten en una casita pequeña con un patio amplio que ha preferido hacer de él un campo en miniatura, con tierra y pasto prolijamente cortado. Tiene una gran rueda de carro, bien a la vista, testimonio real del oficio que le llevó la mayor parte de su vida. El transportaba del campo a la ciudad leche de cabra (de su patrón) y miel de abejas (propias). Ahora está jubilado, rico no es, pero él es muy feliz donde está, además siente que cumplió bien con la patria, pues, a su finada esposa nada le faltó en vida y el único hijo que le dio, se recibió de doctor en medicina y tiene un bonito consultorio en la capital.

Vive solo, pero no se queja de su suerte, sabe ocupar su tiempo en hacer plantitas para jardín, con lindas flores, y produce un poco de miel, con su pequeño apiario que conserva y cuida con esmero. Los vecinos le aprecian mucho y le compran miel y plantitas, pues, saben que le hacen sentir productivo e importante.

Todas las tardes asiste a los servicios religiosos de una humilde iglesia evangelista de la zona y disfruta mucho compartiendo con sus hermanos de fe. No gusta de hablar mucho, pero escucha con atención y a veces brinda algún oportuno refrán popular que hace las delicias de los presentes. Y de este modo llena el espacio que ha quedado en su corazón desde que quedó viudo. Siempre dispuesto a colaborar en los talleres que se formen, es el primero en llegar con su sonrisa franca y las manos listas a cualquier menester y luego será el último en irse, algo cansado pero nunca malhumorado.

Ahora está un poco triste, ya no logra ver como antes, todo está un poco borroso y opaco, pero nada dice. Un día viene Pedro, su hijo doctor, a pasar unos días con él. Pronto se da cuenta de que lo que en realidad le ocurre a su padre es que no ve bien (no olvidemos que don Santiago anda por los setenta años).

Entonces decide llevarlo a la consulta de un oftalmólogo amigo y este le receta unas gafas.

Santiago vuelve a recuperar su alegría habitual y aún más, pues, redescubre la belleza de su mundo circundante y ahora todo lo ve más luminoso y colorido, ¡es fantástico!

Su hijo vuelve a sus obligaciones en la capital y don Santiago a su rutina habitual. Mate amargo ni bien amanece, muchas horas con sus plantitas, el envasado y la venta de la miel, y antes de las doce un delicioso guisado casero que prepara en un improvisado fogón muy campero, pero efectivo. Sin embargo esta vez no reparó en que soplaba una brisa más fuerte de la habitual, y en sus intentos de mantener encendido el fuego soplaba para avivar la llama, a tal punto que comenzó a toser por el humo. De pronto, ¡¡¡HORROR!!! Todo su mundo otrora colorido trocó en oscuridad.

“¿Qué sucede, Dios mío?”- clama sorprendido don Santiago, que de pronto ha perdido la visión completamente. Es tal su desazón que se hinca de rodillas allí mismo y le pide Dios con total convicción y fuerza que le libre de ese tormento terrible. Luego se encierra -por primera vez en su vida- en su casita y se tiende en la cama lleno de angustia y desesperación.

Transcurren los días y nada se sabe de don Santiago (quien continúa encerrado a cal y canto en su modesta casita). Es algo muy inusual, porque siempre se le veía en su patio al aire libre, afanado en sus quehaceres. Sólo entraba a la casa cuando se ocultaba el astro rey para higienizarse y luego asistir al templo, y por las noches para dormir no más de seis horas. Hasta la infaltable siesta la gozaba tendido cuán largo era sobre el acogedor pasto.

Juancito, el hijo menor de los González, compañero de fe y discípulo honorario del venerable anciano, decide desentrañar el misterio y cruza el improvisado portón exterior para ir hasta la puerta misma de la modesta vivienda. Golpea las manos varias veces, pero nadie contesta, entonces coloca su oreja contra la puerta y al hacerlo así escucha una vocecita apagada que le dice que entre nomás, que está sin llave (no olvidemos que aún quedan sitios en donde los habitantes locales no cierran la puerta de calle con llave y trabas, como en las grandes ciudades).

Cuando por fin entra, no puede creer lo que ve, allí está el anciano recostado en la cama, muy delgado y envejecido. Apenas es un montoncito de huesos que ni siquiera abulta en el lecho. El joven muy preocupado se acerca a su cara para preguntarle qué lo aquejaba y al hacerlo repara en las gafas de don Santiago que están ennegrecidas de tizne.

El buen anciano le cuenta que no se explica qué le ha sucedido pero que ya no ve más, que todo su mundo se ha oscurecido. También le dice que si es una prueba de Dios Padre, que él la acepta como tal, ya que si Jesús sacrificó su propia vida por salvarnos, el también tendrá que superar este trance.

El joven nada dice, pero le ayuda a higienizarse, y mientras, prepara una sopa bien caliente para su amigo. Cuando lo ayuda a sentarse en la cama y le da a beber el reparador brebaje, le quita las gafas como al descuido y se las limpia bien con un pañuelo húmedo, luego se las coloca al distraído anciano que bebía su sopita muy entusiasmado y, ¡¡¡Oh, sorpresa!!! Volvió la catarata de colores a la vida de Don Santiago.


Moraleja: Quita el tizne de la naturaleza caída que aún more en ti y mejorará tu visión del mundo que te rodea y de la vida misma. Libérate de esa suciedad y permítete gozar de la inmensa alegría de ser hijo de Dios.

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