Esta es
la historia de don Santiago, un habitante más de una de las tantas bellas y
pintorescas ciudades del interior de cualquier país.
Frisa
alrededor de los setenta años, su andar es pausado así como su hablar. Es
delgado, algo encorvado, cabellos blancos, sonrisa franca y mirada límpida.
Todos sus haberes consisten en una casita pequeña con un patio amplio que ha
preferido hacer de él un campo en miniatura, con tierra y pasto prolijamente
cortado. Tiene una gran rueda de carro, bien a la vista, testimonio real del
oficio que le llevó la mayor parte de su vida. El transportaba del campo a la
ciudad leche de cabra (de su patrón) y miel de abejas (propias). Ahora está
jubilado, rico no es, pero él es muy feliz donde está, además siente que
cumplió bien con la patria, pues, a su finada esposa nada le faltó en vida y el
único hijo que le dio, se recibió de doctor en medicina y tiene un bonito
consultorio en la capital.
Vive
solo, pero no se queja de su suerte, sabe ocupar su tiempo en hacer plantitas
para jardín, con lindas flores, y produce un poco de miel, con su pequeño
apiario que conserva y cuida con esmero. Los vecinos le aprecian mucho y le
compran miel y plantitas, pues, saben que le hacen sentir productivo e
importante.
Todas
las tardes asiste a los servicios religiosos de una humilde iglesia evangelista
de la zona y disfruta mucho compartiendo con sus hermanos de fe. No gusta de
hablar mucho, pero escucha con atención y a veces brinda algún oportuno refrán
popular que hace las delicias de los presentes. Y de este modo llena el espacio
que ha quedado en su corazón desde que quedó viudo. Siempre dispuesto a
colaborar en los talleres que se formen, es el primero en llegar con su sonrisa
franca y las manos listas a cualquier menester y luego será el último en irse,
algo cansado pero nunca malhumorado.
Ahora
está un poco triste, ya no logra ver como antes, todo está un poco borroso y
opaco, pero nada dice. Un día viene Pedro, su hijo doctor, a pasar unos días
con él. Pronto se da cuenta de que lo que en realidad le ocurre a su padre es
que no ve bien (no olvidemos que don Santiago anda por los setenta años).
Entonces
decide llevarlo a la consulta de un oftalmólogo amigo y este le receta unas
gafas.
Santiago
vuelve a recuperar su alegría habitual y aún más, pues, redescubre la belleza
de su mundo circundante y ahora todo lo ve más luminoso y colorido, ¡es
fantástico!
Su hijo
vuelve a sus obligaciones en la capital y don Santiago a su rutina habitual.
Mate amargo ni bien amanece, muchas horas con sus plantitas, el envasado y la
venta de la miel, y antes de las doce un delicioso guisado casero que prepara
en un improvisado fogón muy campero, pero efectivo. Sin embargo esta vez no
reparó en que soplaba una brisa más fuerte de la habitual, y en sus intentos de
mantener encendido el fuego soplaba para avivar la llama, a tal punto que
comenzó a toser por el humo. De pronto, ¡¡¡HORROR!!! Todo su mundo otrora
colorido trocó en oscuridad.
“¿Qué
sucede, Dios mío?”- clama sorprendido don Santiago, que de pronto ha perdido la
visión completamente. Es tal su desazón que se hinca de rodillas allí mismo y
le pide Dios con total convicción y fuerza que le libre de ese tormento
terrible. Luego se encierra -por primera vez en su vida- en su casita y se
tiende en la cama lleno de angustia y desesperación.
Transcurren
los días y nada se sabe de don Santiago (quien continúa encerrado a cal y canto
en su modesta casita). Es algo muy inusual, porque siempre se le veía en su
patio al aire libre, afanado en sus quehaceres. Sólo entraba a la casa cuando
se ocultaba el astro rey para higienizarse y luego asistir al templo, y por las
noches para dormir no más de seis horas. Hasta la infaltable siesta la gozaba
tendido cuán largo era sobre el acogedor pasto.
Juancito,
el hijo menor de los González, compañero de fe y discípulo honorario del
venerable anciano, decide desentrañar el misterio y cruza el improvisado portón
exterior para ir hasta la puerta misma de la modesta vivienda. Golpea las manos
varias veces, pero nadie contesta, entonces coloca su oreja contra la puerta y
al hacerlo así escucha una vocecita apagada que le dice que entre nomás, que
está sin llave (no olvidemos que aún quedan sitios en donde los habitantes
locales no cierran la puerta de calle con llave y trabas, como en las grandes
ciudades).
Cuando
por fin entra, no puede creer lo que ve, allí está el anciano recostado en la
cama, muy delgado y envejecido. Apenas es un montoncito de huesos que ni
siquiera abulta en el lecho. El joven muy preocupado se acerca a su cara para
preguntarle qué lo aquejaba y al hacerlo repara en las gafas de don Santiago
que están ennegrecidas de tizne.
El buen
anciano le cuenta que no se explica qué le ha sucedido pero que ya no ve más,
que todo su mundo se ha oscurecido. También le dice que si es una prueba de
Dios Padre, que él la acepta como tal, ya que si Jesús sacrificó su propia vida
por salvarnos, el también tendrá que superar este trance.
El joven
nada dice, pero le ayuda a higienizarse, y mientras, prepara una sopa bien
caliente para su amigo. Cuando lo ayuda a sentarse en la cama y le da a beber
el reparador brebaje, le quita las gafas como al descuido y se las limpia bien
con un pañuelo húmedo, luego se las coloca al distraído anciano que bebía su
sopita muy entusiasmado y, ¡¡¡Oh, sorpresa!!! Volvió la catarata de colores a
la vida de Don Santiago.
Moraleja:
Quita el tizne de la naturaleza caída que aún more en ti y mejorará tu visión
del mundo que te rodea y de la vida misma. Libérate de esa suciedad y permítete
gozar de la inmensa alegría de ser hijo de Dios.
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