Había una vez un rico mercader que, a punto de hacer un largo viaje, tomó sus precauciones.
Antes de partir quiso asegurarse de que su fortuna en lingotes de oro estaría a buen recaudo y se la confió a quien creía un buen amigo.
Pasó el tiempo, el viajero volvió y lo primero que hizo fue ir a recuperar su fortuna. Pero le esperaba una gran sorpresa.
-¡Malas noticias! -anunció el amigo-. Guardé tus lingotes en un cofre bajo siete llaves sin saber que en mi casa había ratas. ¿Te imaginas lo que pasó?
-No lo imagino -repuso el mercader. -Las ratas agujerearon el cofre y se comieron el oro. ¡Esos animales son capaces de devorarlo todo!
-¡Qué desgracia! -se lamentó el mercader-. Estoy completamente arruinado, pero no te sientas culpable, ¡todo ha sido por causa de esa plaga!
Sin demostrar sospecha alguna, antes de marcharse invitó al amigo a comer en su casa al día siguiente.
Pero, después de despedirse, visitó el establo y, sin que lo vieran, se llevó el mejor caballo que encontró. Cuando llegó a su casa ocultó al animal en los fondos.
Al día siguiente, el convidado llegó con cara de disgusto.
-Perdona mi mal humor -dijo-, pero acabo de sufrir una gran pérdida: desapareció el mejor de mis caballos.
-Lo busqué por el campo y el bosque pero se lo ha tragado la tierra. -¿Es posible? -dijo el mercader simulando inocencia-. ¿No se lo habrá llevado la lechuza?
-¿Qué dices? -Casualmente anoche, a la luz de la luna, vi volar una lechuza llevando entre sus patas un hermoso caballo. -¡Qué tontería! -se enojó el otro. ¡Dónde se ha visto, un ave que no pesa nada, alzarse con una bestia de cientos de kilos!
-Todo es posible -señaló el mercader-. En un pueblo donde las ratas comen oro, ¿por qué te asombra que las lechuzas roben caballos?
El mal amigo, rojo de vergüenza, confesó que había mentido. El oro volvió a su dueño y el caballo a su establo. Hubo disculpas y perdón.
Y hubo un tramposo que supo lo que es caer en su propia trampa.
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