Una vez vivió un
hombre rico cuya subsistencia provenía del comercio. Éste compraba mercadería
en fábricas, en grandes cantidades, y luego vendía los objetos a particulares;
y de eso había enriquecido. En aquellos días, se solía pagar en efectivo, y no
me refiero a billetes bancarios. Por eso, cuando el hombre iba a comprar la
mercadería, acostumbraba viajar con una pequeña alcancía llena de oro y plata.
Cierta vez ocurrió que el comerciante, junto a su socio y un amigo, salieron a
la travesía de compras y, como siempre, llevó con él su alcancía, con el oro y
la plata en su interior y comenzaron el viaje. A mitad del camino, debieron
atravesar un
gran bosque, en el
que pararon a descansar ya que era un lugar bello y tranquilo. El comerciante
colocó la alcancía debajo de su cabeza y se durmió.
Transcurridas varias
horas de descanso que así lo requería la agotadora y larga travesía,
despertaron. El comerciante colocó nuevamente todas sus pertenencias en el
carruaje y continuaron, rápidamente, su travesía. Mas, debido a su apuro,
olvidaron la alcancía con el oro y la plata. llegaron finalmente a destino: al
lugar donde compraban los objetos para revenderlos . Cuando el comerciante se
dispuso a adquirir toda la mercadería y a pagar por ella, se dio cuenta que le
faltaba la alcancía. Seguro de que se la habían usurpado, le avisó con pesar a
todos los vendedores, a quienes compraba la mercadería que, en esta
oportunidad, ello iba a ser imposible y que cancelaba el pedido. Fue así, que
viajó de regreso a su casa con las manos vacías. Cuando llegaron al mismo lugar
en el cual habían parado a la ida, decidieron hacerlo también esta vez y, para
su sorpresa, vieron que la alcancía que había desaparecido estaba allí, en el
mismo lugar, y que nadie la había tan siquiera tocado. Cuando el comerciante
visualizó la alcancía estalló en llanto. Su socio pensó que lloraba por la
alegría que le causaba haberla encontrado. Sin
embargo, el vendedor
se acercó a su socio y le dijo: “Escucha, yo quiero dividir a medias lo que hay
aquí dentro: una mitad para ti y la otra para mí. Y, a partir de ahora, tú y
yo iremos cada uno por su camino, de
manera independiente”. Y así lo
hicieron. Dividieron entre ellos la plata y el oro, y cada uno se fue por su camino. Cada cual comenzó a
ocuparse de negocios diferentes, y transcurridos unos años el comerciante se
fue empobreciendo ya que sus negocios no prosperaban. Cuando lo hubo perdido
todo, empezó a ir de ciudad en ciudad a buscar donaciones o ayuda. Así, luego
de mucho tiempo, llegó a una ciudad colmada de gente pobre. Uno de los ricos de
esa ciudad que siempre los invitaba a comer, lo invitó también a él. Luego de
brindarle una buena cena, le dio incluso una suma de dinero y lo invitó a que
viniera también para Shabat. Cuando los demás pobres escucharon que el nuevo
extraño había recibido más dinero que ellos, sintieron una profunda envidia y
decidieron robarle su dinero. Así fue,
que en vísperas de Shabat, cuando el pobre hombre fue a la Mikve, le robaron
todo su dinero y decidieron además, en esa misma ocasión, burlarse de él,
robándole también sus vestimentas en el momento en el que el hombre estaba
inmerso en la Mikve. Cuando salió de allí, descubrió que su ropa no estaba. Se
había quedado, definitivamente, sin nada. Gritó desesperadamente y escapó
desnudo en dirección a un parque, cercano al lugar en donde él se encontraba y
se sentó solo, escondiéndose entre los árboles. Una vez que Shabat hubo comenzado,
el hombre rico comenzó a preocuparse porque el pobre no llegaba. Entonces,
decidió salir a buscarlo. Preguntó a varias personas y todos le respondieron
que había sido visto por última vez en la Mikve. El rico envió hombres a
buscarlo y en las cercanías de la Mikve, escucharon, de pronto, a alguien
cantando a toda voz, y con alegría. Se
dirigieron hacia el
parque, y se aproximaron al lugar del cual provenía la voz.
Allí encontraron al
pobre, completamente desnudo, entonando y cantando con alegría melodías y
canciones de Shabat, ¡y el Lejá Dodí!.
Le proporcionaron
ropa y lo llamaron para que viniera a comer a la casa del hombre adinerado.
Cuando le preguntaron por qué no había venido explicó
lo que le había
sucedido: “Me robaron mis vestimentas, por eso no pude venir”.
Fue así que comieron
y bebieron, y ulteriormente el hombre rico le preguntó: ¿en realidad no sabes
quién soy?. A lo que el pobre contestó: “No. La verdad no te conozco”. Y el
rico replicó: “Yo fui tu socio en tus negocios hace muchos años. Luego que nos
dividimos el oro y la plata y cada uno fue por su camino, yo vine a esta ciudad
y comercié aquí y prosperaron mis negocios y enriquecí en forma considerable. Y
cuando te vi, después de tanto tiempo y vi cuán pobre eras, me apiadé de ti y
quise darte una buena suma de dinero para que pudieras comenzar de nuevo y
rehacer tu vida.
Ahora, quiero que me
expliques por qué cuando encontramos la alcancía, aquella vez que la habíamos
extraviado, te pusiste a llorar. Y ahora, que lo habías
perdido todo te
encontraron alegre, cantando.
El pobre le explicó:
“En el mundo hay ciclos. A veces se está arriba y a veces abajo. Cuando vi que
era rico y se me había extraviado la alcancía, y luego la encontramos intacta
con todo el oro y la plata, comprendí que había llegado a la cúspide de mi
suerte, al grado más alto de mis ciclos.
De allí, lo único
que me depararía el
futuro era el descenso. Por eso lloré, y ese mismo fue el motivo por el cual dividí nuestras ganancias, ya que quise evitar que
tu descendieras a
causa de mi destino. Y así me convertí
en un hombre pobre, y así y todo me robaron hasta mi ropa y entonces sí me
quedé sin nada. En
ese momento comprendí
que había llegado al nivel más bajo y que lo único que me quedaba era comenzar
a ascender nuevamente y ese fue el motivo de mi júbilo
y de mis cantos y
bailes. Estas palabras agradaron/
hallaron gracia a los ojos del rico por lo que decidió Pasadas varias semanas
de viaje dividir su fortuna con el pobre, quien nuevamente enriqueció.