Dos
amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y andaban
todo el tiempo juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a
tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.
Un día
llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al pueblo para aprovechar las pocas horas que
iban a permanecer en tierra.
En el
camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando
ropa.
Uno de
ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y
conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer no es nada
del otro mundo, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a
encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.
Sin
embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus
costumbres.
Cómo se
llama, qué es lo que hace, cuantos años
tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla.
La mujer
escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que
finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar
con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella, y en
ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del
pueblo.
El
hombre la mira y le dice: “Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme
contigo”.
El
amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un
truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: “¿Para qué
tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse
tanto trabajo?”.
El
hombre le responde: “No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su
padre para pedir su mano”.
Su
amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo:
“¿Tu
estás loco?”, “¿Qué le viste?”, “¿Qué te pasó?”, “¿Seguro que no tomaste nada?”
y cosas por el estilo.
Pero el
hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro
con el patriarca de la aldea.
El
hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a
manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo
escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer
que se elegía para casarse.
Le
explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las
bondades de cada una de ellas, por las más hermosas y más jóvenes se debía
pagar 9 vacas, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes
cuidando los niños, que costaban 8 vacas, y así disminuía el valor de la dote
al tener menos virtudes.
El
marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio
lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan
agraciada, le podría costar 3 vacas.
“Está
bien” respondió el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella
nueve vacas”.
El padre
de la mujer, al escucharlo, le dijo: “Ud. no entiende. La mujer que eligió
cuesta tres vacas, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan nueve vacas”.
“Entiendo
muy bien”, respondió nuevamente el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y
pago por ella nueve vacas”.
Ante la
insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó
y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse
lo antes posible.
El
marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de
repente, que se había enfermado, que se había contagiado de una rara fiebre
tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas
pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita
del Pacífico.
Finalmente,
la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue
testigo de la boda y a la mañana siguiente partió en el barco, dejando en esa
isla a su amigo de toda la vida.
El
tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los
barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba:
“¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?,
¿viviría aún?”.
Un día,
el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había
despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo,
conversar y saber de su vida.
Así es
que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado
hacia el pueblo.
“¿Dónde
estaría su amigo?, ¿Seguiría en la
isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro
barco?”
De
camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la
playa, en un espectáculo magnífico.
Entre
todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima.
Todos
cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y esta los
retribuía con pétalos y guirnaldas.
El marinero
se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su
vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo.
Al poco
tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos
que no se ven durante mucho tiempo.
El marinero
no paraba de preguntar: “¿Y cómo te fue?,
¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres
volver?”
Finalmente
se anima a preguntarle: “¿Y como está tu esposa?”
Al
escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: “Muy bien, espléndida. Es más,
creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que
festejaba su cumpleaños”.
El
marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás
encontraron lavando ropa, preguntó: “¿Entonces, te separaste? No es la misma
mujer que yo conocí, ¿no es cierto?”.
“Si”
dijo su amigo, “es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años
atrás”.
“Pero,
es muchísimo más hermosa, femenina y agradable,
¿cómo puede ser?”, preguntó el
marinero.
“Muy
sencillo” respondió su amigo. “Me pidieron de dote 3 vacas por ella, y ella
creía que valía 3 vacas. Pero yo pagué por ella 9 vacas, la traté y consideré
siempre como una mujer de 9 vacas. La amé como a una mujer de 9 vacas. Y ella
se transformó en una mujer de 9 vacas”.
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