Siendo niño pertenecí al Movimiento Scout. Ahí nos enseñaban, entre otras cosas, la importancia de la “Buena Acción” que consistía en realizar todos los días actos generosos y nobles, como recoger algún papel en la calle y botarlo en la papelera, ayudar en la casa a lavar platos, cuidar la fauna y la flora, ayudar a alguna persona anciana o impedida a cruzar la calle, etc. Me gustaba mucho cumplir esa tarea.
Un día caminaba por una calle de la ciudad y vi a un perro tirado en plena vía sin poder moverse.
Estaba herido, un carro lo había atropellado y tenía rotas las dos patas traseras, los vehículos le pasaban muy de cerca y mi temor era que lo mataran porque era imposible que él solo pudiera levantarse.
Vi allí una gran oportunidad para hacer la “Buena Acción” y como buen Scout detuve el tráfico, me dispuse a rescatar al perro herido y ponerlo a salvo para entablillarle las patas.
Yo nunca había entablillado a nadie pero el “Manual Scout” decía cómo hacerlo.
Con mucho amor y entrega me acerqué, lo agarré pero me clavó los dientes en las manos. Inmediatamente me llevaron a la Sanidad y me inyectaron contra la rabia, aunque la rabia por la mordida no se me quitó con la vacuna.
Durante mucho tiempo no entendí por qué el perro me había mordido si yo sólo quería salvarlo y no hacerle daño, no sé que pasó y no me lo pude explicar.
Yo quería ser su amigo, es más, pensaba curarlo, bañarlo, dejarlo para mí y cuidarlo mucho.
Esta fue la primera decepción que sufrí por intentar hacer el bien, no lo comprendí.
Que alguien haga daño al que lo maltrata es tolerable, pero que trate mal a quien lo quiera ayudar no es aceptable.
Pasaron muchos años hasta que vi claro que el perro no me mordió, quien me mordió fue su herida; ahora si lo entiendo perfectamente.
Cuando alguien está mal, no tiene paz, está herido del alma y si recibe amor o buen trato: ¡Muerde! Pero él no hunde sus dientes, es su herida la que los clava.
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