sábado, 26 de noviembre de 2011

Las ratas no resisten las alturas

Después de la 2a Guerra Mundial, un joven piloto inglés probaba un frágil avión monomotor en una peligrosa aventura alrededor del mundo.

Poco después de despegar de uno de los pequeños e improvisados aeródromos de la India, oyó un ruido extraño que venía de detrás de su asiento y se dió cuenta que había una rata a bordo y que si roía la cobertura de lona, podía destruir su frágil avión.
Podía volver al aeropuerto para librarse de su incómodo, peligroso e inesperado pasajero. De repente recordó que las ratas no resisten las grandes alturas.
Volando cada vez más alto, poco a poco cesaron los ruidos que ponían en peligro su viaje.

MORALEJA:
Si amenazan destruirte por envidia, calumnia o maledicencia,

VUELA MÁS ALTO!!
Si te criticaran,
VUELA MÁS ALTO!!!
Si te hicieran alguna injusticia, o defraudaran tu fé...
VUELA MÁS, MÁS... ALTO!!!!!!!
ACUÉRDATE SIEMPRE QUE LAS ratas NO RESISTEN LAS GRANDES ALTURAS...
Deseo que hoy y siempre tengas el coraje de levantar vuelo y volar siempre alto, muy alto, con la cabeza en las nubes y los pies bien fijos en el suelo...
Deseo también que cuando estés volando sepas mirar para abajo y ver que existen criaturas mucho más pequeñas que tú y cuán grande e importante eres delante de ellas, y que en esa misma proporción, también mires para arriba y veas cómo es de grandioso el cielo que te cubre y percibas el tamaño de tu pequeñez frente al universo.

Las cuatro Velas

Cuatro Velas se estaban consumiendo lentamente

El ambiente estaba tan silencioso que se podía oír el diálogo entre ellas.

La primera dijo:

-¡Yo Soy la Paz! A pesar de mi Luz, las personas no consiguen mantenerme encendida.
Y disminuyendo su llama, se apagó totalmente.


La segunda dijo:

-¡Yo me llamo Fe! Infelizmente soy superflua para las personas, porque ellas no quieren saber de Dios, por eso no tiene sentido continuar quemándome.
Al terminar sus palabras, un viento se abatió sobre ella, y esta se apagó.


En voz baja y triste la tercera vela se manifestó:

¡Yo Soy el Amor! No tengo mas fuerzas que quemar. Las personas me dejan de lado porque solo consiguen manifestarme para ellas mismas; se olvidan hasta de aquéllos que están a su alrededor.
Y también se apagó.


De repente entró una niña y vio las tres velas apagadas.
-¿Qué es esto? Ustedes deben estar encendidas y consumirse hasta el final.

Entonces la cuarta vela, habló:
-No tengas miedo, niña, en cuanto yo esté encendida, podemos encender las otras velas.


Entonces la niña tomó la vela de la Esperanza y encendió nuevamente las que estaban apagadas.


¡Que la vela de la Esperanza nunca se apague dentro de nosotros!

Las Pescadoras

Se trataba de un grupo de pescadoras. Después de concluida la faena, se pusieron en marcha hacia sus respectivas casas. El trayecto era largo y, cuando la noche comenzaba a caer, se desencadenó una violenta tormenta.
Llovía tan torrencialmente que era necesario guarecerse. Divisaron a lo lejos una casa y comenzaron a correr hacia ella. Llamaron a la puerta y les abrió una hospitalaria mujer que era la dueña de la casa y se dedicaba al cultivo y venta de flores. Al ver totalmente empapadas a las pescadoras, les ofreció una habitación para que tranquilamente pasaran allí la noche.
Era una amplia estancia donde había una gran cantidad de cestas con hermosas y muy variadas flores, dispuestas para ser vendidas al siguiente día.
Las pescadoras estaban agotadas y se pusieron a dormir. Sin embargo, no lograban conciliar el sueño y empezaron a quejarse del aroma de las flores: "!Qué peste! No hay quien soporte este olor. Así no hay quien pueda dormir". Entonces una de ellas tuvo una idea y se la sugirió a sus compañeras:
--No hay quien aguante esta peste, amigas, y, si no ponemos remedio, no vamos a poder pegar un ojo. Coged las canastas de pescado y utilizadlas como almohada y así conseguiremos evitar este desagradable olor.
Las mujeres siguieron la sugerencia de su compañera. Cogieron las cestas malolientes de pescado y apoyaron las cabezas sobre ellas. Apenas había pasado un minuto y ya todas ellas dormían profundamente.
*El Maestro dice: Por ignorancia y ausencia de entendimiento correcto, el ser humano se pierde en las apariencias y no percibe lo Real

LA PALABRA AMOR SE ESCRIBE CON "P"

Porque para amar se debe poseer PACIENCIA en los momentos en que el mismo amor te pone a prueba.
El verdadero amor se escribe con "P", porque para olvidar un mal recuerdo debe de existir PERDÓN antes que el odio entre a aquellos que se aman.
Amor se escribe con "P"... porque para obtener lo que deseas, debes de PERSEVERAR hasta alcanzar lo que te has propuesto.
El sincero amor se escribe con "P"... porque la PACIENCIA, el PERDÓN y la PERSEVERANCIA son ingredientes necesarios para que un amor perdure.
Porque amor es también.... una PALABRA dicha a tiempo...
Es el PERMITIRSE volver a confiar...
Es PERMANECER en silencio escuchando al otro...
Es esa PASIÓN, que nos llena de estrellitas los ojos al pronunciar el nombre del que amamos...
El amor se escribe con "P"... Porque son esas PEQUEÑAS cosas que nos unen al ser amado día tras día.

tinkus

En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.
—Ése de allí, el que se parece a la hoja marrón con turquesa es mi hijo. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó una señora con bata azul.
—El mío es… el de la hoja sin color —respondió orgullosa la madre de Tinkus, sin darle importancia al defecto de la hoja.
Sorprendida y preocupada por aquella contestación, la señora azul agregó:
—Qué raro, nunca había visto una hoja sin color. Por un momento pensé que era morada con verde. Creo que debo ir al oculista.
Los años pasaron y aquello que sus padres y los demás adultos no vieron, los ojos de algunos niños lo exageraron: “Tinkus es un monstruo, Tinkus es un monstruo”, repitieron una y diecisiete veces más durante el recreo del primer día de escuela. Tinkus, sin entender por qué lo insultaban, retrocedió… hasta topar con el borde de un charco. Cuando sus compañeros estuvieron a punto de desenroscar sus lenguas para empujarlo, el profesor los sorprendió:
—¿¡Qué está pasando aquí!? —dijo el maestro más serio que de costumbre, conteniendo su enfado.
Los pequeños camaleones se pusieron tan pálidos del susto que, por un instante, creyeron que habían cogido la enfermedad de Tinkus y, pensando que era un castigo divino, se desesperaron por pedir perdón.
Los niños prometieron ser buenos compañeros y así lo hicieron, aunque sólo en apariencias. A partir de ese día, jugaron con Tinkus, es cierto, pero únicamente al escondite.
Tinkus dejó de salir a los recreos. Le valía un pimiento el poder mimetizarse, sólo quería ser como los demás… o que ellos fuesen como él. Una tarde, regresando de la escuela a su casa, Tinkus se tumbó junto a un arbusto de fresas y lloró todas las lágrimas que había almacenado. Después, exhausto, cayó dormido con la esperanza de que sus deseos se hicieran realidad.
Uno de los estudiantes, al pasar cerca del arbusto, se quedó boquiabierto.
—¿Tinkus? ¿Es Tinkus? ¡Milagro, es un milagro, puede mimetizarse!
Los gritos escandalosos de aquel niño despertaron a Tinkus.
—¡Sí, es verdad, es un milagro, puede mimetizarse, puede mimetizarse! —gritaron todos los que acudieron ante la buena nueva.
Tinkus se sintió el ser más feliz de la tierra. La turba lo alzó en brazos con la intención de llevarlo a la plaza principal y festejar. Sin embargo, cuando se distanciaron del arbusto de fresas, su color de piel no cambió, ¡seguía con los puntos rojos!
Maldito sarampión.
Tras diez días en cama, el cuerpo de Tinkus mejoró. Su esperanza continuó maltrecha por mucho más tiempo.
Los dos únicos doctores de aquella sociedad camaleónica analizaron exhaustivamente la incapacidad de mimetizarse de Tinkus. Ambos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “¡Caramba, qué suerte que no es contagioso!”
Qué ineptos. Qué poca vocación. Qué falta de tacto. Tinkus dejó de confiar en los médicos y, previamente, había perdido la fe en la suerte al comprobar que un deseo no se hace realidad tras dormir. Pese a todo ello, aún le quedaba otra convicción. Una antigua leyenda decía que, al pasar la zona de la jungla dominada por las brujas, vivía un grillo sabio dedicado a ayudar a quienes el mundo consideraba incurables.
Tinkus no sintió ningún temor mientras se internaba en la parte más tenebrosa de la selva. Miraba hacia los rincones con ilusión, con los ojos saltones. No buscaba al Grillo. Deseaba que apareciese una de esas brujas en las que creía fervientemente. Le daba igual que fuese horrible o hermosa, siempre y cuando le lanzase un hechizo que resolviera su problema.
Para su desconcierto, no apareció ninguna.
Al tercer amanecer, se dio por vencido, pero, afortunadamente, ya había andado lo suficiente. En el instante que iba a dar media vuelta para regresar a la comarca, Tinkus alcanzó a ver algo que le llamó la atención. Avanzó once o doce pasos… ¡una posta médica! Recordó que en la leyenda se mencionaba a Grillo, que al parecer era real.
Como aún era muy temprano, sólo estaba la enfermera que le indicó que tomara asiento. A los pocos minutos entró a la sala de espera un Color. Tinkus, venciendo su timidez, saludó:
—Buenos días, Color Verde.
—Mi nombre es Color Rojo, pero hoy desperté así.
Al poco rato, llegó otro paciente al que Tinkus también saludó:
—Buenos días, Gusano.
—Yo soy Cien Pies y no sé por qué se me han encogido los miembros hasta el punto de desaparecer.
En eso, la enfermera dijo:
—Ya llegó el curandero. Por favor, que pase la lagartija.
—¡Yo soy un camaleón! —exclamó Tinkus indignado.
Cien Pies y Color Rojo no pudieron contener las risas.
Después de escuchar la historia de Tinkus, Grillo sacó del baúl un libro muy antiguo. No lo leyó. Ni lo abrió. Prefirió utilizarlo para apoyar los codos y hablar con mayor comodidad:
—Puedo recetar remedios para curar la lepra, la fiebre amarilla o una gastroenteritis, pero no para que dejes de ser tú mismo. Tu personalidad está moldeada por tu peculiaridad. Aprovéchala. Si no eres como los demás, por qué hacer las cosas como los demás. Estarías en desventaja. Hazlo de la manera que esté en tus manos. Nuestra parte física está relacionada…
Tinkus lo miraba con una atención tan, pero tan profunda, que incluso parecía que no lo estuviese escuchando.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, señor.
—Bien, porque debes saber cómo conocerte para así aprovechar lo que tienes. Ahora, hagamos una pausa y revisemos tu cuerpo. A ver, saca la lengua.
¡Qué imprudencia! Antes de terminar de decir “lengua”, el Grillo había desaparecido. Todo sucedió tan rápido que incluso Tinkus lo buscó debajo del escritorio, porque no se dio cuenta de lo ocurrido hasta el momento en el que se le escapó un eructo.
—Tinkus, escúchame —ordenó una voz muy grave.
Tinkus miró a su alrededor y no vio a nadie. Extrañado, reanudó su camino.
—¡Escúchame! —resonó la misma voz con mayor intensidad.
A Tinkus casi se le salieron los ojos del asombro. Le habían dicho que un día oiría la voz de su conciencia, pero nunca imaginó que sonaría tan real.
—¡Auch! —exclamó Tinkus al recibir un golpe en el estómago por dentro.
—Presta atención. No tengo mucho tiempo. Los jugos gástricos pronto harán su trabajo —explicó Grillo tras darle el puñetazo.
—¿Es usted, señor curandero? Perdóneme, no fue…
—Shhh. No hay nada que perdonar. Eres un camaleón y los camaleones comen insectos.
Tinkus, sin culpa pero con pena, siguió escuchando:
—Para conocerte, borra de tu mente a todos los seres y las cosas que te rodean. Es fácil cometer el error de definirse por comparación. Uno se considera débil, alto, mejor o peor en relación a alguien o a algo, y de esa manera sólo verás a quien usaste para conocerte; no te verás a ti. Si quieres conocerte, cierra los ojos. Después, ábrelos. Es conveniente observar el entorno, sí, pero para aprender, no para ser.
Las palabras de Grillo sobrevivieron.
Durante los siete días que duró el viaje de regreso, no paró de llover. Pese a ello, Tinkus se sentía radiante y a gusto consigo mismo. Había descubierto una manera distinta de ver las cosas gracias a los consejos del curandero.
Cuando la lluvia cesó, apareció un arco iris. Tinkus lo contempló hasta que se desvaneció. Repleto de entusiasmo, pensó que si un pedazo de aire era capaz de tener colores, ¡cómo él no iba a poder plasmarlos en su cuerpo!
En secreto, día tras día, mes tras mes, practicó con centenares de litros de pintura hasta convertirse en un maestro en el arte de mimetizarse. No sólo tuvo la destreza de camuflarse como los demás de su especie, sino que incluso logró parecerse a los depredadores de sus depredadores, convirtiéndose en el protector de su comarca.
Era dichoso. No porque todos lo admirasen. No por haber conseguido mimetizarse. Era dichoso porque había vuelto a creer en la suerte, al toparse con el Grillo; en los conocimientos, al recibir sus consejos; y en la magia, la que sentía mientras se pintaba

La camisa del hombre feliz

Había una vez un rey cuya riqueza y poder eran tan inmensos, como eran de inmensas su tristeza y desazón.
-Daré la mitad de mi reino a quien consiga ayudarme a sanar las angustias de mis tristes noches- dijo un día.
Quizás más interesados en el dinero que podían conseguir que en la salud del Rey, los consejeros de la corte decidieron ponerse en campaña y no detenerse hasta encontrar la cura para el sufrimiento real. Desde los confines de la tierra mandaron traer a los sabios más prestigiosos y a los magos más poderosos de entonces, para ayudarles a encontrar el remedio buscado.
Pero todo fue en vano, nadie sabía cómo curar al monarca.
Una tarde, finalmente, apareció un viejo sabio que les dijo: -si encontráis en el reino un hombre completamente feliz, podréis curar al rey. Tiene que ser alguien que se sienta completamente satisfecho, que nada le falte y que tenga acceso a todo lo que necesita.
-Cuando lo halléis- siguió el anciano- pedidle su camisa y traedla a palacio. Decidle al rey que duerma una noche entera vestido solo con esa prenda. Os aseguro que mañana despertará curado.
Los consejeros se abocaron de lleno y con completa dedicación a la búsqueda de un hombre feliz, aunque ya sabían que la tarea no resultaría fácil.
En efecto, el hombre que era rico, estaba enfermo; el que gozaba de buena salud, era pobre. Aquel, rico y sano, se quejaba de su mujer y ésta, de sus hijos.
Todos los entrevistados coincidían en que algo les faltaba para ser totalmente felices aunque nunca se ponían de acuerdo en aquello que les faltaba.
Finalmente, una noche, muy tarde, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan interesantemente buscado. Se trataba de un humilde campesino que vivía al norte en la zona más árida del reino. Cuando el monarca fue informado del hallazgo. Éste se llenó de alegría e inmediatamente mandó que le trajeran la camisa de aquel hombre, a cambio de la cual deberían darle al campesino cualquier cosa que pidiera.
Los envidos se presentaron a toda prisa en la casa de aquel hombre para comprarle la camisa y, si era necesario –se decían- se la quitarían por la fuerza...
El rey tardó mucho en sanar en sanar de su tristeza. De hecho su mal se agravó bastante cuando de que el hombre más feliz de su reino, quizás el único totalmente feliz, era tan pobre, tan pobre... que no tenía ni siquiera una camisa.

Gautama

Ya el sol se había puesto entre el enredo del bosque sobre los ríos.
Los niños de la ermita habían vuelto con el ganado y estaban sentados al fuego, oyendo a su maestro Gautama, cuando llegó un niño desconocido y lo saludó con flores y frutos. Luego, tras una profunda reverencia, le dijo con voz de pájaro:
"Señor Gautama, vengo a que me guíes por el Sendero de la Verdad.
Me llamo Satyakama"
"Bendito seas -dijo el Maestro- ¿Y de qué casta eres, hijo mío? Porque sólo un brahmín puede aspirar a la suprema sabiduría".
Contestó el niño:
"No sé de qué casta soy, Maestro; pero voy a preguntárselo a mi madre".
Se despidió Satyakama, cruzó el río por lo más estrecho, y volvió a la choza de su madre, que estaba al fin de un arenal, fuera de la aldea ya dormida.
La lámpara iluminaba débilmente la puerta, y la madre estaba fuera, de pie en la sombra, esperando la vuelta de su hijo.
Lo cogió contra su pecho, lo besó en la cabeza y le preguntó qué le había dicho el Maestro.
"¿Cómo se llama mi padre? -dijo el niño- Porque me ha dicho el Señor Gautama que sólo un brahmín puede aspirar a la suprema sabiduría".
La mujer bajó los ojos y le habló dulcemente: "Cuando joven yo era pobre y conocí muchos amos. Sólo puedo decirte que tú viniste a los brazos de tu madre Jabala, que no tuvo marido".
Los primeros rayos del sol ardían en la copa de los árboles de la ermita del bosque. Los niños, aún mojado el revuelto pelo del baño de la mañana, estaban sentados ante su Maestro, bajo un árbol viejo.
Llegó Satyakan, le hizo una profunda reverencia al Maestro y se quedó de pie en silencio.
"Dime -le preguntó el Maestro- ¿Sabes ya de qué casta eres?"
"Señor -contestó Satyakama-, no sé. Mi madre me dijo: Yo conocí muchos amos cuando joven, y tú viniste a los brazos de tu madre Jabala, que no tuvo marido".
Entonces se levantó un rumor como el zumbido iracundo de las abejas hostigadas en su colmena. Y los estudiantes murmuraban entre dientes de la desvergonzada insolencia del niño sin padre.
Pero el Maestro Gautama se levantó, trajo al niño con sus brazos hasta su pecho, y le dijo:
"Tú eres el mejor de todos los brahmines, hijo mío; porque tienes la herencia más noble, que es de la verdad".

Confesiones para el ángel de la guarda.

Ángel de la guarda,
vos sabes muy bien
que de noche, a veces sueño,
con el mundo del revés.
Hoy te pido como siempre
que cuides de mamita
que a papá le des mas fuerza
porque le gano a las figuritas.
Que Roque no muerda mas,
porque se come mis autitos,
que aprenda a traerme la pelota,
y a comer mas despacito.
Que la seño me regale
un montón de caramelos
así quiero volver al cole
con todos mis compañeros.

Que mamá no me regañe
si se me cae la sopa
(no es que no quiera comerla
es que todos los chicos la odian).
Y si de noche me despierto
con la sábana mojada
angelito yo te pido
que se seque en la mañana.
Que no llueva el domingo
así podemos jugar,
en el patio de la abuela,
a los árboles trepar.
Que no le tenga mas miedo,
a las luces apagadas,
ni a las sombras del cuarto,
ni a ese muñeco de lana.
Que no me olvide de guardar
al payaso que da miedo
Y que no dejes salir,
al monstruo del ropero.
BLANCA MAGDALENA CIOCCI

A MI MADRE

Madre, doy gracias a Dios por elegirte para mí.
Gracias por el maravilloso tiempo que anidé en tu vientre, porque cuando en él dormía, tu voz me arrullaba como canción de cuna.
Gracias por darme tu sangre, por acariciar tu vientre; porque la sola idea de imaginarme como sería, te hacía feliz.
Gracias por velar mi sueño, por no cuidar mis caídas, sino motivarme a levantarme.
Gracias, porque tu sola mirada bastaba para hablarme.
Gracias,, porque aunque tu vida era frágil, siempre relé sonreías.
Gracias por enseñarme que nunca es tarde para prepararse y aprender cosas nuevas.
Gracias por dejarme descubrir, que detrás de tu carácter firme, existía un noble corazón rebosante de amor, por servir a quien te pide tu mano.
Gracias, porque hasta el último momento diste buen ejemplo de valentía y fortaleza, y que hasta el día de hoy, Dios te lo sigue recompensando en el cielo.