En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.
—Ése de allí, el que se parece a la hoja marrón con turquesa es mi hijo. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó una señora con bata azul.
—El mío es… el de la hoja sin color —respondió orgullosa la madre de Tinkus, sin darle importancia al defecto de la hoja.
Sorprendida y preocupada por aquella contestación, la señora azul agregó:
—Qué raro, nunca había visto una hoja sin color. Por un momento pensé que era morada con verde. Creo que debo ir al oculista.
Los años pasaron y aquello que sus padres y los demás adultos no vieron, los ojos de algunos niños lo exageraron: “Tinkus es un monstruo, Tinkus es un monstruo”, repitieron una y diecisiete veces más durante el recreo del primer día de escuela. Tinkus, sin entender por qué lo insultaban, retrocedió… hasta topar con el borde de un charco. Cuando sus compañeros estuvieron a punto de desenroscar sus lenguas para empujarlo, el profesor los sorprendió:
—¿¡Qué está pasando aquí!? —dijo el maestro más serio que de costumbre, conteniendo su enfado.
Los pequeños camaleones se pusieron tan pálidos del susto que, por un instante, creyeron que habían cogido la enfermedad de Tinkus y, pensando que era un castigo divino, se desesperaron por pedir perdón.
Los niños prometieron ser buenos compañeros y así lo hicieron, aunque sólo en apariencias. A partir de ese día, jugaron con Tinkus, es cierto, pero únicamente al escondite.
Tinkus dejó de salir a los recreos. Le valía un pimiento el poder mimetizarse, sólo quería ser como los demás… o que ellos fuesen como él. Una tarde, regresando de la escuela a su casa, Tinkus se tumbó junto a un arbusto de fresas y lloró todas las lágrimas que había almacenado. Después, exhausto, cayó dormido con la esperanza de que sus deseos se hicieran realidad.
Uno de los estudiantes, al pasar cerca del arbusto, se quedó boquiabierto.
—¿Tinkus? ¿Es Tinkus? ¡Milagro, es un milagro, puede mimetizarse!
Los gritos escandalosos de aquel niño despertaron a Tinkus.
—¡Sí, es verdad, es un milagro, puede mimetizarse, puede mimetizarse! —gritaron todos los que acudieron ante la buena nueva.
Tinkus se sintió el ser más feliz de la tierra. La turba lo alzó en brazos con la intención de llevarlo a la plaza principal y festejar. Sin embargo, cuando se distanciaron del arbusto de fresas, su color de piel no cambió, ¡seguía con los puntos rojos!
Maldito sarampión.
Tras diez días en cama, el cuerpo de Tinkus mejoró. Su esperanza continuó maltrecha por mucho más tiempo.
Los dos únicos doctores de aquella sociedad camaleónica analizaron exhaustivamente la incapacidad de mimetizarse de Tinkus. Ambos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “¡Caramba, qué suerte que no es contagioso!”
Qué ineptos. Qué poca vocación. Qué falta de tacto. Tinkus dejó de confiar en los médicos y, previamente, había perdido la fe en la suerte al comprobar que un deseo no se hace realidad tras dormir. Pese a todo ello, aún le quedaba otra convicción. Una antigua leyenda decía que, al pasar la zona de la jungla dominada por las brujas, vivía un grillo sabio dedicado a ayudar a quienes el mundo consideraba incurables.
Tinkus no sintió ningún temor mientras se internaba en la parte más tenebrosa de la selva. Miraba hacia los rincones con ilusión, con los ojos saltones. No buscaba al Grillo. Deseaba que apareciese una de esas brujas en las que creía fervientemente. Le daba igual que fuese horrible o hermosa, siempre y cuando le lanzase un hechizo que resolviera su problema.
Para su desconcierto, no apareció ninguna.
Al tercer amanecer, se dio por vencido, pero, afortunadamente, ya había andado lo suficiente. En el instante que iba a dar media vuelta para regresar a la comarca, Tinkus alcanzó a ver algo que le llamó la atención. Avanzó once o doce pasos… ¡una posta médica! Recordó que en la leyenda se mencionaba a Grillo, que al parecer era real.
Como aún era muy temprano, sólo estaba la enfermera que le indicó que tomara asiento. A los pocos minutos entró a la sala de espera un Color. Tinkus, venciendo su timidez, saludó:
—Buenos días, Color Verde.
—Mi nombre es Color Rojo, pero hoy desperté así.
Al poco rato, llegó otro paciente al que Tinkus también saludó:
—Buenos días, Gusano.
—Yo soy Cien Pies y no sé por qué se me han encogido los miembros hasta el punto de desaparecer.
En eso, la enfermera dijo:
—Ya llegó el curandero. Por favor, que pase la lagartija.
—¡Yo soy un camaleón! —exclamó Tinkus indignado.
Cien Pies y Color Rojo no pudieron contener las risas.
Después de escuchar la historia de Tinkus, Grillo sacó del baúl un libro muy antiguo. No lo leyó. Ni lo abrió. Prefirió utilizarlo para apoyar los codos y hablar con mayor comodidad:
—Puedo recetar remedios para curar la lepra, la fiebre amarilla o una gastroenteritis, pero no para que dejes de ser tú mismo. Tu personalidad está moldeada por tu peculiaridad. Aprovéchala. Si no eres como los demás, por qué hacer las cosas como los demás. Estarías en desventaja. Hazlo de la manera que esté en tus manos. Nuestra parte física está relacionada…
Tinkus lo miraba con una atención tan, pero tan profunda, que incluso parecía que no lo estuviese escuchando.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, señor.
—Bien, porque debes saber cómo conocerte para así aprovechar lo que tienes. Ahora, hagamos una pausa y revisemos tu cuerpo. A ver, saca la lengua.
¡Qué imprudencia! Antes de terminar de decir “lengua”, el Grillo había desaparecido. Todo sucedió tan rápido que incluso Tinkus lo buscó debajo del escritorio, porque no se dio cuenta de lo ocurrido hasta el momento en el que se le escapó un eructo.
—Tinkus, escúchame —ordenó una voz muy grave.
Tinkus miró a su alrededor y no vio a nadie. Extrañado, reanudó su camino.
—¡Escúchame! —resonó la misma voz con mayor intensidad.
A Tinkus casi se le salieron los ojos del asombro. Le habían dicho que un día oiría la voz de su conciencia, pero nunca imaginó que sonaría tan real.
—¡Auch! —exclamó Tinkus al recibir un golpe en el estómago por dentro.
—Presta atención. No tengo mucho tiempo. Los jugos gástricos pronto harán su trabajo —explicó Grillo tras darle el puñetazo.
—¿Es usted, señor curandero? Perdóneme, no fue…
—Shhh. No hay nada que perdonar. Eres un camaleón y los camaleones comen insectos.
Tinkus, sin culpa pero con pena, siguió escuchando:
—Para conocerte, borra de tu mente a todos los seres y las cosas que te rodean. Es fácil cometer el error de definirse por comparación. Uno se considera débil, alto, mejor o peor en relación a alguien o a algo, y de esa manera sólo verás a quien usaste para conocerte; no te verás a ti. Si quieres conocerte, cierra los ojos. Después, ábrelos. Es conveniente observar el entorno, sí, pero para aprender, no para ser.
Las palabras de Grillo sobrevivieron.
Durante los siete días que duró el viaje de regreso, no paró de llover. Pese a ello, Tinkus se sentía radiante y a gusto consigo mismo. Había descubierto una manera distinta de ver las cosas gracias a los consejos del curandero.
Cuando la lluvia cesó, apareció un arco iris. Tinkus lo contempló hasta que se desvaneció. Repleto de entusiasmo, pensó que si un pedazo de aire era capaz de tener colores, ¡cómo él no iba a poder plasmarlos en su cuerpo!
En secreto, día tras día, mes tras mes, practicó con centenares de litros de pintura hasta convertirse en un maestro en el arte de mimetizarse. No sólo tuvo la destreza de camuflarse como los demás de su especie, sino que incluso logró parecerse a los depredadores de sus depredadores, convirtiéndose en el protector de su comarca.
Era dichoso. No porque todos lo admirasen. No por haber conseguido mimetizarse. Era dichoso porque había vuelto a creer en la suerte, al toparse con el Grillo; en los conocimientos, al recibir sus consejos; y en la magia, la que sentía mientras se pintaba
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