Erase una vez, una ciudad en la ladera de una montaña. Era una ciudad pequeña, rodeada de jardines, con muchos árboles, donde las aves solían construir sus nidos, volar de árbol en árbol y piar peleando unos con otros.
En las noches calurosas de Verano, las familias acostumbraban a pasear y sentarse en los bancos de los jardines mientras los niños jugaban alegremente. Cerca de uno de esos jardines, había una casa azul con dos vecinos, el señor Zé Costica, que vivía en el bajo derecha y el señor Manuel Bicas, que vivía en el bajo izquierda. Al final de la tarde solían charlar desde sus ventanas y, permanecían horas y horas oyendo cantar a los pájaros que se posaban en los árboles del jardín que rodeaba la casa.
¡Pero... el tiempo pasó, y... he aquí que llegó el Otoño! Y con él llegaron los días grises, el viento frío, las noches cada vez más largas y la caída de las hojas que se llevó lejos a los pájaros de los jardines.
Durante algún tiempo, los vecinos, aún se miraban de vez en cuando desde sus ventanas, pero la marcha de los pájaros les fue dejando cada vez más tristes. El Señor Zé Costica tenía tanta nostalgia, tanta añoranza y vivía tan triste de no oír cantar a los pájaros que decidió comprarse una armónica y ponerse a tocarla para imitar su piar. Quedó tan animado con la idea, que se pasó todo el día tocando y no se dio cuanta de que la noche había caído.
En el bajo izquierda su vecino Manuel Bicas intentaba dormir, pero no lo conseguía. Irritado con el sonido que llegaba de la casa de al lado, comenzó a dar puñetazos en la pared.
El señor Zé Costica al oír los puñetazos en la pared, pensó que su vecino estaba encantado con el sonido de su armónica y animado continuó soplando cada vez con más fuerza. Tan pronto amaneció, el Señor Manuel Bicas fue a la tienda de música a comprar la mayor armónica que tuvieran y nada más entrar en casa empezó a soplar, a soplar con todas sus fuerzas. ¡Estaba decidido a no dejar dormir a su vecino!
Al oír la armónica del señor Manuel Bicas, el vecino Zé Costica arrugó el entrecejo en señal de desagrado, refunfuñó y salió de casa corriendo. Cuando volvió, traía consigo una caja de la que sacó un violín. Rápidamente y sin saber muy bien como tocarlo empezó inmediatamente, con movimientos descoordinados a tocar enloquecidamente. ¡Al otro lado, la respuesta no se hizo esperar. Las paredes de la casa temblaban al son de un violonchelo, que más parecía un serrucho de madera que lanzaba al aire sonidos inenarrables!
Durante algunas noches la desarmonía continuó. Cada noche se oían nuevos instrumentos. Clarinetes, tubas, tambores, platos, acordeones y flautas y cuando todos los instrumentos se agotaron en la tienda de música la vecindad se desesperaba sin saber lo que había que hacer para que el sosiego volviese.
El caso de los dos vecinos de la casa azul ya comenzaba a ser conocido en toda la ciudad y nadie encontraba la solución para que los dos volviesen a ser amigos.
Entonces, el Maestro Antonio que estaba de visita en la ciudad para dar un concierto, decidió pasarse por la calle de que todos hablaban... Su espanto fue tal al oír los sonidos que salían del bajo derecha y del bajo izquierda de la casa azul, que decidió hablar con los dos vecinos. Después de llamar muchas veces al timbre y de golpear fuertemente en las puertas el maestro por fin consiguió tener una conversación con los dos.
Esa noche, toda la vecindad consiguió dormir tranquilamente. ¿Qué habría ocurrido? ¿Se habría llevado el maestro todos los instrumentos? ¿Se habrían puesto enfermos los vecinos de tanto tocar? ¿Habrían finalmente hecho las paces? Algunos días después, un anuncio apareció por todas partes:
"Se invita a todos los interesados a tocar en la banda de música de la ciudad
y a acudir al salón MUNICIPAL a las nueve de la noche.
No es necesario traer instrumentos".
¡La curiosidad era tanta que al principio de la tarde la gente comenzó a llegar y, cuando dieron las nueve en el reloj de la torre ya podía verse a lo largo de la calle una larga fila, jóvenes, gordos, delgados, altos y bajos, todos querían entrar!
El Maestro Antonio comenzó por poner los instrumentos ordenados y afinados unos al lado de los otros, distribuyó a todos unas hojas con unos dibujos negros, redonditos, colgados en unas rayitas muy bien dibujaditas y, explicó como funcionaba aquello. En un rincón del salón Zé Costica y Manuel Bicas intercambiaban miraditas y sonrisitas de felicidad. La gente fue probando los instrumentos mientras el Maestro con su oído finísimo y preparado, lleno de semibreves, corcheas, fusas y semifusas iba colocando a la gente al lado de los instrumentos. Ya había amanecido cuando el maestro dio por terminada la tarea.
A partir de esa fecha, todas las tardes de Otoño, cuando las hojas caen y los pájaros parten hacía otros parajes, puede oírse en el jardín de la ciudad, muy cerca de la casa de Zé Costica y de Manuel Bicas, una banda de música que muy afinada hace compañía a todos los que la quieren oír... y, a veces, puede oírse aún a alguien contando la historia de una banda de música que nació del enfado de dos vecinos con nostalgia del cantar de los pájaros...
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