La Luz Mala, Fuego Fatuo, o Farol de Mandinga es una de las creencias populares más arraigadas en el norte argentino. Finalizada la conquista territorial y espiritual de esta parte de América a mano de los españoles, las huellas que dejaron son indelebles, y este se verifica en la conformación de muchas leyendas que circulan aún la actualidad. En cuanto a la Luz Mala, dicen se trataría de antiguos tesoros en oro y plata perdidos por los conquistadores, cuando fueron asesinados en emboscadas por los nativos. Esos bienes se enterraron producto de la erosión, o simplemente fueron escondidos por sus dueños, cuya ubicación algunos afirman conocer, tejiéndose cuentos del tío victimando a cándidos paisanos. En el noroeste argentino, afirman que las luces son los brillos del metal dirigidos por las almas de sus antiguos dueños, que intentan atemorizar a quien acierta a pasar por el lugar donde está ubicado. Se afirma que el día de San Bartolomé (fecha en que el diablo no tiene la vigilancia de los ángeles) es el propicio para descubrir el lugar de ubicación de un "Tapado" (Tesoro) Ese día Satán busca almas ingenuas que se aventuren movidos por la codicia a esos lugares. Indudablemente el miedo a la muerte, y la concepción religiosa del mal, generan en la intimidad del pensamiento estas fabulaciones.
En nuestra provincia, esos avistamientos de luces serían almas en pena, que buscan contar sus cuitas a quien quiera escucharlos, pidiendo eleven oraciones que ayuden a obtener el perdón divino. Por supuesto que producen terror a quien la divisa. En las regiones central y sur del Chaco son moneda corriente las historias de apariciones de Luces Malas. Incluso yo he tenido la oportunidad de observar su presencia, de distintas formas, experiencia que resume todo lo referente a esta creencia. Es decir nunca fui molestado, ni observé extrañas formas o ruidos. Escuché relatos de golpizas, de asustar cabalgaduras, de frenar violentamente los biciclos, y floridas especulaciones respecto de contratiempos sufridos a causa de la luz. Quizá se deba a algún sentimiento de culpa muy íntimo, que actuó sobre la psiquis del paisano instalándose en su sector consciente, una ficticia experiencia de castigo por la falta que carga.
La explicación más corriente a este fenómeno real, es el de creer que se trata de gases fosforescentes generados por la descomposición de huesos o metales nobles. Serían gases con esa propiedad física, que por tener una densidad distinta al aire que lo contiene no adopta su forma, aglutinándose en forma de bolas, y por su peso específico infinitesimalmente distinto al aire de la atmósfera, serían movidos por la menor brisa. Nuestro organismo no siempre percibe el movimiento de la masa de aire, lo que explicaría el movimiento de traslación del fenómeno. También nuestro territorio fue surcado por españoles portadores de cargamentos de metales preciosos traídos del sur del Imperio Inca. Además podría haber acumulación de huesos de animales producto de sequías, o de cementerios de nativos. Todas especulaciones de dan fuerza a la creencia de la descomposición de estos elementos, como generadoras de la Luz Mala.
domingo, 26 de octubre de 2008
Una buena historia
Una mujer que se conducía en auto con sus niños es protagonista
De un gran accidente entre varios autos.
La señora atrapada dentro de su auto, comenzó a gritar:
¡OH Dios, por favor salva a mis niños! Su mirada llena de
terror se enfocó en el asiento trasero donde supuestamente
estaban sus hijitos, pero todo lo que vio fue vidrios rotos y dos sillas de
niños destruidas. Sus gemelos no se veían por ningún lado; ella no los
escuchaba llorar, y rogó de que hubieran sido arrojados del vehículo
¡¡OH Dios no los dejes morir!! Con la llegada de los bomberos y la policía,
buscaron en la parte trasera pero no encontraron niños, los cinturones de seguridad estaban intactos.
Ellos pensaron que la mujer estaba loca y que estaba en el auto sola,
pero cuando trataron
de interrogarla descubrieron que había desaparecido. Policías la vieron pasar corriendo, sin rumbo, y gritando mas fuerte que el ruido,
Suplicando desesperadamente ¡¡ Por favor ayuda para encontrar a mis niños!!
Ellos solo tienen cuatro años de edad y están vestidos iguales, con camisa azules y jeans haciendo juego.
Un policía la escucha y le dice:
Están en mi auto y no tienen ni un rasguño! .....Ellos dicen que su
Papá los puso ahí, y les dio a cada uno un 'lollipop', y luego les dijo esperen a que su Mamá regrese para llevarlos a casa.
Ya busque
por todos lados pero no puedo encontrar al padre. Probablemente dejó el área, supongo, y eso es muy raro'.
La Madre abrazó a los gemelos y dijo, mientras se limpiaba las lágrimas:
'Él no pudo haber dejado el área, ya que el murió hace un año'.
El policía, mostrándose confundido, preguntó, ¿Cómo puede ser esto verdad?
Los niños exclamaban: ' Mami, Papi vino y nos pidió que te diéramos un
beso por él.. Dijo que no debíamos preocuparnos y que tu estarías bien, y luego nos puso en este auto con las luces brillantes y bonitas.
Queríamos que el se quede con nosotros porque lo extrañamos mucho, pero el solo nos abrazó muy fuerte y dijo que tenía que irse.
DijO que algún día entenderíamos y nos pidió que nos portáramos bien, y que te
dijéramos que el siempre nos está cuidando.'
La Madre dudó que lo que
ellos decían era verdad, pero recordó las ultimas palabras del Padre:'
Yo los cuidaré'.
El reporte de los bomberos no podía explicar que con
el auto totalmente destruido, los tres ocupantes se salvaron sin una cicatriz.
Pero en el reporte de la policía estaba escrito en letras
muy pequeñas:
'Un Ángel estuvo anoche en la Autopista 109.'
De un gran accidente entre varios autos.
La señora atrapada dentro de su auto, comenzó a gritar:
¡OH Dios, por favor salva a mis niños! Su mirada llena de
terror se enfocó en el asiento trasero donde supuestamente
estaban sus hijitos, pero todo lo que vio fue vidrios rotos y dos sillas de
niños destruidas. Sus gemelos no se veían por ningún lado; ella no los
escuchaba llorar, y rogó de que hubieran sido arrojados del vehículo
¡¡OH Dios no los dejes morir!! Con la llegada de los bomberos y la policía,
buscaron en la parte trasera pero no encontraron niños, los cinturones de seguridad estaban intactos.
Ellos pensaron que la mujer estaba loca y que estaba en el auto sola,
pero cuando trataron
de interrogarla descubrieron que había desaparecido. Policías la vieron pasar corriendo, sin rumbo, y gritando mas fuerte que el ruido,
Suplicando desesperadamente ¡¡ Por favor ayuda para encontrar a mis niños!!
Ellos solo tienen cuatro años de edad y están vestidos iguales, con camisa azules y jeans haciendo juego.
Un policía la escucha y le dice:
Están en mi auto y no tienen ni un rasguño! .....Ellos dicen que su
Papá los puso ahí, y les dio a cada uno un 'lollipop', y luego les dijo esperen a que su Mamá regrese para llevarlos a casa.
Ya busque
por todos lados pero no puedo encontrar al padre. Probablemente dejó el área, supongo, y eso es muy raro'.
La Madre abrazó a los gemelos y dijo, mientras se limpiaba las lágrimas:
'Él no pudo haber dejado el área, ya que el murió hace un año'.
El policía, mostrándose confundido, preguntó, ¿Cómo puede ser esto verdad?
Los niños exclamaban: ' Mami, Papi vino y nos pidió que te diéramos un
beso por él.. Dijo que no debíamos preocuparnos y que tu estarías bien, y luego nos puso en este auto con las luces brillantes y bonitas.
Queríamos que el se quede con nosotros porque lo extrañamos mucho, pero el solo nos abrazó muy fuerte y dijo que tenía que irse.
DijO que algún día entenderíamos y nos pidió que nos portáramos bien, y que te
dijéramos que el siempre nos está cuidando.'
La Madre dudó que lo que
ellos decían era verdad, pero recordó las ultimas palabras del Padre:'
Yo los cuidaré'.
El reporte de los bomberos no podía explicar que con
el auto totalmente destruido, los tres ocupantes se salvaron sin una cicatriz.
Pero en el reporte de la policía estaba escrito en letras
muy pequeñas:
'Un Ángel estuvo anoche en la Autopista 109.'
Una parábola acerca de la ambicion y la prisa
Cuando la gente se llena de avaricia a la vez se torna gente apurada y sigue buscando más formas de lograr mayor velocidad. Están continuamente corriendo porque piensa que la vida se le está acabando. Esta es la gente que dice "El tiempo es dinero".
El tiempo es dinero? El dinero es muy limitado, el tiempo es ilimitado. El tiempo no es dinero, el tiempo es la eternidad - siempre ha estado y siempre estará aquí. Y tu has estado siempre aquí y tu estarás siempre aqui
Por esto deja la avaricia y no te preocupes por los resultados. A veces sucede - que por tu impaciencia - te pierdes muchas cosas.
El hombre está lleno cuando está en sintonía con el universo, si no está en armonía con el universo entonces está vacío, totalmente vacío. Y de ese vacío surge la avaricia. La avaricia trata de llenarnos —de dinero, de casas, de muebles, de amigos, de amantes, de cualquier cosa— porque uno no puede vivir vacío. Es algo horroroso, una vida fantasmagorica. Si estás vacío y no hay nada dentro de ti, vivir es imposible.
Para sentirte lleno para sentir que tienes mucho dentro de ti solo hay dos caminos: o bien te sintonizas con el universo... Entonces te sientes lleno de la totalidad de las flores y las estrellas. Están tanto dentro como fuera de ti. Ésa es la verdadera plenitud. Pero si no lo haces —y hay millones de personas que no lo hacen— entonces lo más fácil es llenarse de cualquier trasto viejo.
La avaricia significa que sientes un profundo vacío y que estás dispuesto a llenarlo de cualquier cosa que esté a mano sin importarte lo que sea. Una vez que entiendes esto no te queda nada más que hacer con la avaricia. Lo que te queda por hacer es entrar en comunion con el todo para que desaparezca el vacío interno. Y con él desaparece toda avaricia.
Pero en todo el mundo hay mucha gente loca que busca cosas para llenar su vacío. Unos acumulan dinero aunque no lo usen. Otros se dedican a comer y continuan tragando aunque no tengan hambre. Saben que eso les va a crear sufrimiento que enfermarán pero no pueden impedirlo. Esta forma de comer también es una manera de llenarse.
Por lo tanto hay muchas maneras de llenar el vacío aunque nunca se llena del todo: sigue habiendo un vacío y tu sigues sintiéndote desgraciado porque nunca es suficiente. Siempre hace falta más y la demanda de más y más no acaba nunca.
Tienes que entender el vacío que estás tratando de llenar y preguntarte: «Por qué estoy vacío? Toda la existencia es tan plena por qué me siento vacío? Quizá haya perdido la pista ya no sigo la direccion correcta, mi direccion existencial. Ésa es la causa de mi vacío».
Por tanto sigue tu direccion existencial.
Abandonate y acércate a la existencia en silencio y en paz en meditacion. Y un día te darás cuenta de que estás tan lleno —rebosante—rebosas alegría, dicha, bendicion. Tienes tanto que puedes darlo al mundo sin quedarte exhausto.
Ese día por primera vez no sentirás ninguna avaricia ningun deseo de dinero, alimentos ni cosas, no querrás nada.
Vivirás con naturalidad y encontrarás lo que necesites.
El tiempo es dinero? El dinero es muy limitado, el tiempo es ilimitado. El tiempo no es dinero, el tiempo es la eternidad - siempre ha estado y siempre estará aquí. Y tu has estado siempre aquí y tu estarás siempre aqui
Por esto deja la avaricia y no te preocupes por los resultados. A veces sucede - que por tu impaciencia - te pierdes muchas cosas.
El hombre está lleno cuando está en sintonía con el universo, si no está en armonía con el universo entonces está vacío, totalmente vacío. Y de ese vacío surge la avaricia. La avaricia trata de llenarnos —de dinero, de casas, de muebles, de amigos, de amantes, de cualquier cosa— porque uno no puede vivir vacío. Es algo horroroso, una vida fantasmagorica. Si estás vacío y no hay nada dentro de ti, vivir es imposible.
Para sentirte lleno para sentir que tienes mucho dentro de ti solo hay dos caminos: o bien te sintonizas con el universo... Entonces te sientes lleno de la totalidad de las flores y las estrellas. Están tanto dentro como fuera de ti. Ésa es la verdadera plenitud. Pero si no lo haces —y hay millones de personas que no lo hacen— entonces lo más fácil es llenarse de cualquier trasto viejo.
La avaricia significa que sientes un profundo vacío y que estás dispuesto a llenarlo de cualquier cosa que esté a mano sin importarte lo que sea. Una vez que entiendes esto no te queda nada más que hacer con la avaricia. Lo que te queda por hacer es entrar en comunion con el todo para que desaparezca el vacío interno. Y con él desaparece toda avaricia.
Pero en todo el mundo hay mucha gente loca que busca cosas para llenar su vacío. Unos acumulan dinero aunque no lo usen. Otros se dedican a comer y continuan tragando aunque no tengan hambre. Saben que eso les va a crear sufrimiento que enfermarán pero no pueden impedirlo. Esta forma de comer también es una manera de llenarse.
Por lo tanto hay muchas maneras de llenar el vacío aunque nunca se llena del todo: sigue habiendo un vacío y tu sigues sintiéndote desgraciado porque nunca es suficiente. Siempre hace falta más y la demanda de más y más no acaba nunca.
Tienes que entender el vacío que estás tratando de llenar y preguntarte: «Por qué estoy vacío? Toda la existencia es tan plena por qué me siento vacío? Quizá haya perdido la pista ya no sigo la direccion correcta, mi direccion existencial. Ésa es la causa de mi vacío».
Por tanto sigue tu direccion existencial.
Abandonate y acércate a la existencia en silencio y en paz en meditacion. Y un día te darás cuenta de que estás tan lleno —rebosante—rebosas alegría, dicha, bendicion. Tienes tanto que puedes darlo al mundo sin quedarte exhausto.
Ese día por primera vez no sentirás ninguna avaricia ningun deseo de dinero, alimentos ni cosas, no querrás nada.
Vivirás con naturalidad y encontrarás lo que necesites.
Los Vecinos de la Casa Azul
Erase una vez, una ciudad en la ladera de una montaña. Era una ciudad pequeña, rodeada de jardines, con muchos árboles, donde las aves solían construir sus nidos, volar de árbol en árbol y piar peleando unos con otros.
En las noches calurosas de Verano, las familias acostumbraban a pasear y sentarse en los bancos de los jardines mientras los niños jugaban alegremente. Cerca de uno de esos jardines, había una casa azul con dos vecinos, el señor Zé Costica, que vivía en el bajo derecha y el señor Manuel Bicas, que vivía en el bajo izquierda. Al final de la tarde solían charlar desde sus ventanas y, permanecían horas y horas oyendo cantar a los pájaros que se posaban en los árboles del jardín que rodeaba la casa.
¡Pero... el tiempo pasó, y... he aquí que llegó el Otoño! Y con él llegaron los días grises, el viento frío, las noches cada vez más largas y la caída de las hojas que se llevó lejos a los pájaros de los jardines.
Durante algún tiempo, los vecinos, aún se miraban de vez en cuando desde sus ventanas, pero la marcha de los pájaros les fue dejando cada vez más tristes. El Señor Zé Costica tenía tanta nostalgia, tanta añoranza y vivía tan triste de no oír cantar a los pájaros que decidió comprarse una armónica y ponerse a tocarla para imitar su piar. Quedó tan animado con la idea, que se pasó todo el día tocando y no se dio cuanta de que la noche había caído.
En el bajo izquierda su vecino Manuel Bicas intentaba dormir, pero no lo conseguía. Irritado con el sonido que llegaba de la casa de al lado, comenzó a dar puñetazos en la pared.
El señor Zé Costica al oír los puñetazos en la pared, pensó que su vecino estaba encantado con el sonido de su armónica y animado continuó soplando cada vez con más fuerza. Tan pronto amaneció, el Señor Manuel Bicas fue a la tienda de música a comprar la mayor armónica que tuvieran y nada más entrar en casa empezó a soplar, a soplar con todas sus fuerzas. ¡Estaba decidido a no dejar dormir a su vecino!
Al oír la armónica del señor Manuel Bicas, el vecino Zé Costica arrugó el entrecejo en señal de desagrado, refunfuñó y salió de casa corriendo. Cuando volvió, traía consigo una caja de la que sacó un violín. Rápidamente y sin saber muy bien como tocarlo empezó inmediatamente, con movimientos descoordinados a tocar enloquecidamente. ¡Al otro lado, la respuesta no se hizo esperar. Las paredes de la casa temblaban al son de un violonchelo, que más parecía un serrucho de madera que lanzaba al aire sonidos inenarrables!
Durante algunas noches la desarmonía continuó. Cada noche se oían nuevos instrumentos. Clarinetes, tubas, tambores, platos, acordeones y flautas y cuando todos los instrumentos se agotaron en la tienda de música la vecindad se desesperaba sin saber lo que había que hacer para que el sosiego volviese.
El caso de los dos vecinos de la casa azul ya comenzaba a ser conocido en toda la ciudad y nadie encontraba la solución para que los dos volviesen a ser amigos.
Entonces, el Maestro Antonio que estaba de visita en la ciudad para dar un concierto, decidió pasarse por la calle de que todos hablaban... Su espanto fue tal al oír los sonidos que salían del bajo derecha y del bajo izquierda de la casa azul, que decidió hablar con los dos vecinos. Después de llamar muchas veces al timbre y de golpear fuertemente en las puertas el maestro por fin consiguió tener una conversación con los dos.
Esa noche, toda la vecindad consiguió dormir tranquilamente. ¿Qué habría ocurrido? ¿Se habría llevado el maestro todos los instrumentos? ¿Se habrían puesto enfermos los vecinos de tanto tocar? ¿Habrían finalmente hecho las paces? Algunos días después, un anuncio apareció por todas partes:
"Se invita a todos los interesados a tocar en la banda de música de la ciudad
y a acudir al salón MUNICIPAL a las nueve de la noche.
No es necesario traer instrumentos".
¡La curiosidad era tanta que al principio de la tarde la gente comenzó a llegar y, cuando dieron las nueve en el reloj de la torre ya podía verse a lo largo de la calle una larga fila, jóvenes, gordos, delgados, altos y bajos, todos querían entrar!
El Maestro Antonio comenzó por poner los instrumentos ordenados y afinados unos al lado de los otros, distribuyó a todos unas hojas con unos dibujos negros, redonditos, colgados en unas rayitas muy bien dibujaditas y, explicó como funcionaba aquello. En un rincón del salón Zé Costica y Manuel Bicas intercambiaban miraditas y sonrisitas de felicidad. La gente fue probando los instrumentos mientras el Maestro con su oído finísimo y preparado, lleno de semibreves, corcheas, fusas y semifusas iba colocando a la gente al lado de los instrumentos. Ya había amanecido cuando el maestro dio por terminada la tarea.
A partir de esa fecha, todas las tardes de Otoño, cuando las hojas caen y los pájaros parten hacía otros parajes, puede oírse en el jardín de la ciudad, muy cerca de la casa de Zé Costica y de Manuel Bicas, una banda de música que muy afinada hace compañía a todos los que la quieren oír... y, a veces, puede oírse aún a alguien contando la historia de una banda de música que nació del enfado de dos vecinos con nostalgia del cantar de los pájaros...
En las noches calurosas de Verano, las familias acostumbraban a pasear y sentarse en los bancos de los jardines mientras los niños jugaban alegremente. Cerca de uno de esos jardines, había una casa azul con dos vecinos, el señor Zé Costica, que vivía en el bajo derecha y el señor Manuel Bicas, que vivía en el bajo izquierda. Al final de la tarde solían charlar desde sus ventanas y, permanecían horas y horas oyendo cantar a los pájaros que se posaban en los árboles del jardín que rodeaba la casa.
¡Pero... el tiempo pasó, y... he aquí que llegó el Otoño! Y con él llegaron los días grises, el viento frío, las noches cada vez más largas y la caída de las hojas que se llevó lejos a los pájaros de los jardines.
Durante algún tiempo, los vecinos, aún se miraban de vez en cuando desde sus ventanas, pero la marcha de los pájaros les fue dejando cada vez más tristes. El Señor Zé Costica tenía tanta nostalgia, tanta añoranza y vivía tan triste de no oír cantar a los pájaros que decidió comprarse una armónica y ponerse a tocarla para imitar su piar. Quedó tan animado con la idea, que se pasó todo el día tocando y no se dio cuanta de que la noche había caído.
En el bajo izquierda su vecino Manuel Bicas intentaba dormir, pero no lo conseguía. Irritado con el sonido que llegaba de la casa de al lado, comenzó a dar puñetazos en la pared.
El señor Zé Costica al oír los puñetazos en la pared, pensó que su vecino estaba encantado con el sonido de su armónica y animado continuó soplando cada vez con más fuerza. Tan pronto amaneció, el Señor Manuel Bicas fue a la tienda de música a comprar la mayor armónica que tuvieran y nada más entrar en casa empezó a soplar, a soplar con todas sus fuerzas. ¡Estaba decidido a no dejar dormir a su vecino!
Al oír la armónica del señor Manuel Bicas, el vecino Zé Costica arrugó el entrecejo en señal de desagrado, refunfuñó y salió de casa corriendo. Cuando volvió, traía consigo una caja de la que sacó un violín. Rápidamente y sin saber muy bien como tocarlo empezó inmediatamente, con movimientos descoordinados a tocar enloquecidamente. ¡Al otro lado, la respuesta no se hizo esperar. Las paredes de la casa temblaban al son de un violonchelo, que más parecía un serrucho de madera que lanzaba al aire sonidos inenarrables!
Durante algunas noches la desarmonía continuó. Cada noche se oían nuevos instrumentos. Clarinetes, tubas, tambores, platos, acordeones y flautas y cuando todos los instrumentos se agotaron en la tienda de música la vecindad se desesperaba sin saber lo que había que hacer para que el sosiego volviese.
El caso de los dos vecinos de la casa azul ya comenzaba a ser conocido en toda la ciudad y nadie encontraba la solución para que los dos volviesen a ser amigos.
Entonces, el Maestro Antonio que estaba de visita en la ciudad para dar un concierto, decidió pasarse por la calle de que todos hablaban... Su espanto fue tal al oír los sonidos que salían del bajo derecha y del bajo izquierda de la casa azul, que decidió hablar con los dos vecinos. Después de llamar muchas veces al timbre y de golpear fuertemente en las puertas el maestro por fin consiguió tener una conversación con los dos.
Esa noche, toda la vecindad consiguió dormir tranquilamente. ¿Qué habría ocurrido? ¿Se habría llevado el maestro todos los instrumentos? ¿Se habrían puesto enfermos los vecinos de tanto tocar? ¿Habrían finalmente hecho las paces? Algunos días después, un anuncio apareció por todas partes:
"Se invita a todos los interesados a tocar en la banda de música de la ciudad
y a acudir al salón MUNICIPAL a las nueve de la noche.
No es necesario traer instrumentos".
¡La curiosidad era tanta que al principio de la tarde la gente comenzó a llegar y, cuando dieron las nueve en el reloj de la torre ya podía verse a lo largo de la calle una larga fila, jóvenes, gordos, delgados, altos y bajos, todos querían entrar!
El Maestro Antonio comenzó por poner los instrumentos ordenados y afinados unos al lado de los otros, distribuyó a todos unas hojas con unos dibujos negros, redonditos, colgados en unas rayitas muy bien dibujaditas y, explicó como funcionaba aquello. En un rincón del salón Zé Costica y Manuel Bicas intercambiaban miraditas y sonrisitas de felicidad. La gente fue probando los instrumentos mientras el Maestro con su oído finísimo y preparado, lleno de semibreves, corcheas, fusas y semifusas iba colocando a la gente al lado de los instrumentos. Ya había amanecido cuando el maestro dio por terminada la tarea.
A partir de esa fecha, todas las tardes de Otoño, cuando las hojas caen y los pájaros parten hacía otros parajes, puede oírse en el jardín de la ciudad, muy cerca de la casa de Zé Costica y de Manuel Bicas, una banda de música que muy afinada hace compañía a todos los que la quieren oír... y, a veces, puede oírse aún a alguien contando la historia de una banda de música que nació del enfado de dos vecinos con nostalgia del cantar de los pájaros...
Dentro de mil años
Dentro de mil años
[Cuento infantil. Texto completo]
Hans Christian Andersen
Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
-¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aún se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá -sobre lugares ricos en recuerdos que algún día saldrán del seno del tiempo- se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.
Al fondo se despliega Alemania -otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y canales- el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío.
-Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero -aquí se cita un nombre conocido en aquel tiempo- ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.
[Cuento infantil. Texto completo]
Hans Christian Andersen
Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
-¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aún se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá -sobre lugares ricos en recuerdos que algún día saldrán del seno del tiempo- se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.
Al fondo se despliega Alemania -otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y canales- el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío.
-Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero -aquí se cita un nombre conocido en aquel tiempo- ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.
El jardinero
El jardinero
[Cuento. Texto completo]
Rudyard Kipling
Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.
Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!
En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada -y sus amigos estaban de acuerdo con ella- al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.
En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
-¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? -preguntó al final de la rabieta.
-Porque lo mejor es decir siempre la verdad -respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él pataleaba en la cuna.
-Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.
-¿No te parece bien?
-No, y además -y Helen sintió que se ponía tenso-, además, ahora que lo has dicho ya no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
-Pero ¿no te parece una crueldad? -preguntó Helen en voz baja.
-¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré daño toda mi vida!
-¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que...
-¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
-Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.
-¡Ja! Emma dice que nunca se sabe -Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de Helen-. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.
-No me creo ni una palabra -dijo animadamente al final-. La gente no hubiera dicho lo que dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y... bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea... eso, ¿verdad?
-Como si me fuera a... -empezó ella.
-Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.
Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.
Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser una brillante carrera.
En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara directamente.
-Pero es la costumbre de la familia -había reído Michael.
-¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi palabra de honor, y la repito, de que... que... no pasa nada. Te lo aseguro.
-Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado -replicó Michael indiferente-. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena... Igual que mi abuelo.
-¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
-No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.
-Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de Navidad. Por motivos financieros.
-Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para largo.
El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida.
En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres.
Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.
Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del pastor protestante:
-Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.
Y él replicó, pensando en su propio hijo:
-Bueno, ha durado más que otros.
La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y diciéndole a cada ventana:
-Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.
Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligida pariente».
En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sus sentimientos -salvo el de agradecimiento por esta liberación- acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo apropiado de condolencia.
Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes -porque podía escucharse mientras hablaba- acerca del lugar del monumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.
Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial -que respaldaban una carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj- en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de la letra de la fila y el número de la tumba.
De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.
-No es lo mismo -como dijo la mujer del pastor protestante- que si lo hubieran matado en Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.
La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que a Hagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.
-A propósito -dijo la autoridad-, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
-Sí, gracias -dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a la mujer a la cama turca.
-Esto pasa muy a menudo -dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada-. Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el número de su tumba? Eso es lo más importante.
-Sí, gracias -dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a sollozar de nuevo.
El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
-Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele-Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
-Sí, gracias. Les envié un telegrama.
-Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.
-Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.
-¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver... el sitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer -rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tres que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
-Claro. Supongo -respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
-Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos -y volvió a golpear la Kodak-. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
-Un sobrino -dijo Helen-. Pero lo quería mucho.
-¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
-Bueno, yo no... No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas -dijo Helen casi levantando las manos para rechazar a la mujer.
-Quizá sea mejor -respondió ésta-. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.
Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación.
Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la horrorosa lista en las manos.
-Sí... sí..., ya lo sé -comenzó-. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
-Pero, por favor...
La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidos con la boca.
-Dentro de un minuto -dijo-. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas -paseó la vista por la habitación-. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
-Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.
-Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? -preguntó Helen desesperada.
-Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año. Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido... lo único verdadero... lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
-¿Cuántos años? -preguntó Helen.
-Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... por eso... tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!
Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:
-¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!
La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Así es como se lo toma usted?
Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.
A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.
Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:
-¿A quién busca?
-Al teniente Michael Turrell... mi sobrino -dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
-Venga conmigo -dijo-, y le enseñaré dónde está su hijo.
Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.
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[Cuento. Texto completo]
Rudyard Kipling
Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.
Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!
En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada -y sus amigos estaban de acuerdo con ella- al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.
En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
-¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? -preguntó al final de la rabieta.
-Porque lo mejor es decir siempre la verdad -respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él pataleaba en la cuna.
-Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.
-¿No te parece bien?
-No, y además -y Helen sintió que se ponía tenso-, además, ahora que lo has dicho ya no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
-Pero ¿no te parece una crueldad? -preguntó Helen en voz baja.
-¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré daño toda mi vida!
-¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que...
-¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
-Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.
-¡Ja! Emma dice que nunca se sabe -Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de Helen-. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.
-No me creo ni una palabra -dijo animadamente al final-. La gente no hubiera dicho lo que dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y... bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea... eso, ¿verdad?
-Como si me fuera a... -empezó ella.
-Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.
Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.
Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser una brillante carrera.
En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara directamente.
-Pero es la costumbre de la familia -había reído Michael.
-¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi palabra de honor, y la repito, de que... que... no pasa nada. Te lo aseguro.
-Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado -replicó Michael indiferente-. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena... Igual que mi abuelo.
-¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
-No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.
-Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de Navidad. Por motivos financieros.
-Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para largo.
El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida.
En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres.
Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.
Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del pastor protestante:
-Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.
Y él replicó, pensando en su propio hijo:
-Bueno, ha durado más que otros.
La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y diciéndole a cada ventana:
-Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.
Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligida pariente».
En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sus sentimientos -salvo el de agradecimiento por esta liberación- acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo apropiado de condolencia.
Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes -porque podía escucharse mientras hablaba- acerca del lugar del monumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.
Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial -que respaldaban una carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj- en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de la letra de la fila y el número de la tumba.
De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.
-No es lo mismo -como dijo la mujer del pastor protestante- que si lo hubieran matado en Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.
La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que a Hagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.
-A propósito -dijo la autoridad-, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
-Sí, gracias -dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a la mujer a la cama turca.
-Esto pasa muy a menudo -dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada-. Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el número de su tumba? Eso es lo más importante.
-Sí, gracias -dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a sollozar de nuevo.
El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
-Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele-Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
-Sí, gracias. Les envié un telegrama.
-Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.
-Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.
-¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver... el sitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer -rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tres que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
-Claro. Supongo -respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
-Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos -y volvió a golpear la Kodak-. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
-Un sobrino -dijo Helen-. Pero lo quería mucho.
-¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
-Bueno, yo no... No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas -dijo Helen casi levantando las manos para rechazar a la mujer.
-Quizá sea mejor -respondió ésta-. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.
Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación.
Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la horrorosa lista en las manos.
-Sí... sí..., ya lo sé -comenzó-. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
-Pero, por favor...
La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidos con la boca.
-Dentro de un minuto -dijo-. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas -paseó la vista por la habitación-. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
-Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.
-Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? -preguntó Helen desesperada.
-Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año. Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido... lo único verdadero... lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
-¿Cuántos años? -preguntó Helen.
-Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... por eso... tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!
Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:
-¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!
La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Así es como se lo toma usted?
Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.
A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.
Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:
-¿A quién busca?
-Al teniente Michael Turrell... mi sobrino -dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
-Venga conmigo -dijo-, y le enseñaré dónde está su hijo.
Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.
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La hermanita
La hermanita
Como cualquier buena mamá, cuando Karen supo que estaba esperando un bebe, hizo lo que pudo para ayudar a su hijo Michael de tres años a prepararse para una nueva etapa en su vida.
Supieron que el nuevo bebe iba a ser una niña, y día y noche, Michael le cantaba a su hermanita en el vientre de su madre. Él estaba encariñándose con su hermanita aun antes de conocerla.
El embarazo de Karen progresó normalmente. A tiempo empezó su labor de parto, pronto los dolores eran cada cinco, cada tres y finalmente cada minuto. Pero una complicación se presentó de repente y Karen tuvo horas de labor de parto.
Finalmente, después de muchas horas de lucha, la hermanita de Michael nació, pero en muy malas condiciones. La llevaron inmediatamente en una ambulancia a la Unidad de Cuidados Intensivos, sección neonatal del Hospital.
Los días pasaron y la niña empeoraba. Los pediatras tuvieron que decirle finalmente a los padres las terribles palabras "Hay muy pocas esperanzas, prepárense para lo peor" Karen y su esposo contactaron al cementerio local para apartar un lugar para su hijita. Ellos habían creado un cuarto nuevo para su hija y ahora se encontraban haciendo arreglos para un funeral.
Sin embargo, Michael, les rogaba a sus padres que le dejaran ver a su hermanita "Quiero cantarle", decía una y otra vez.
Estuvieron dos semanas en Terapia Intensiva y parecía que el funeral vendría antes de que acabara la semana.
Michael siguió insistiendo que quería cantarle a su hermanita, pero le explicaban que no se permitía la entrada de niños a Terapia Intensiva.
De pronto Karen se decidió, llevaría a Michael a ver a su hermanita, la dejaran o no! Si no veía a su hermanita en ese momento, tal vez no la vería viva nunca. Ella le puso un overol inmenso y lo llevo a Terapia Intensiva, Michael parecía una enorme canasta de ropa sucia.
Pero la jefa de enfermeras se dio cuenta de que era un niño y se enfureció. Saquen a ese niño de aquí ahora mismo! No se admiten niños aquí!"
El carácter fuerte de Karen afloró y, olvidándose de sus lindos modales de dama, que siempre la habían caracterizado, miró con ojos de acero a la enfermera, sus labios eran una sola línea y con firmeza dijo: "El no se va hasta que le cante a su hermanita" y levanto a Michael y lo llevo a la cama de la recién nacida.
El miró a la pequeñita, perdiendo la batalla por conservar la vida. Después de un momento empezó a cantar con la voz que le salía del corazón de un niño de tres años.
Michael le canto: "Eres mi luz del sol, mi única luz, tu me haces feliz cuando el cielo es gris...." (conocida canción en ingles " You are my sunshine").
Instantáneamente, la bebe pareció responder al estimulo de la voz de Michael, su pulso se empezó a volver normal. "Sigue cantando, Michael" le pedía desesperadamente su mama con lágrimas en los ojos. Y el niño seguía: "Tu no sabrás nunca, querida, cuanto te amo, por favor no te lleves mi luz del sol..."
Al tiempo que Michael cantaba a su hermana, la bebe se movía y su respiración se volvía tan suave como la de un gatito cuando lo acarician. "Sigue cantando cariño" le decía su mamá y él continuaba haciéndolo como cuando todavía su hermanita estaba en el vientre de su madre.
"La otra noche, querida, cuando dormía, soñé que te abrazaba en mis brazos..." seguía cantando el niño; la hermanita de Michael empezó a relajarse y a dormir con un sueño reparador que parecía que la mejoraba por segundos. "Sigue cantando Michael"... ahora era la voz de la enfermera gruñona que con lágrimas en los ojos no dejaba de pedirle al niño que continuara. "Tu eres mi luz del sol, mi única luz del sol, por favor no te lleves mi sol..." Al día siguiente... el mismísimo día siguiente... la niña estaba en perfectas condiciones para irse a casa.
La revista "Womans Day" lo llamó "El Milagro de la canción del Hermano". Los doctores le llamaron simplemente un milagro. Karen le llamo "El Milagro del amor".
Este fue un hecho de la vida real y nos sirve para tener siempre presente que: "Uno nunca se debe rendir por la gente que Ama.... Por que el Amor es increíblemente Poderoso."
Como cualquier buena mamá, cuando Karen supo que estaba esperando un bebe, hizo lo que pudo para ayudar a su hijo Michael de tres años a prepararse para una nueva etapa en su vida.
Supieron que el nuevo bebe iba a ser una niña, y día y noche, Michael le cantaba a su hermanita en el vientre de su madre. Él estaba encariñándose con su hermanita aun antes de conocerla.
El embarazo de Karen progresó normalmente. A tiempo empezó su labor de parto, pronto los dolores eran cada cinco, cada tres y finalmente cada minuto. Pero una complicación se presentó de repente y Karen tuvo horas de labor de parto.
Finalmente, después de muchas horas de lucha, la hermanita de Michael nació, pero en muy malas condiciones. La llevaron inmediatamente en una ambulancia a la Unidad de Cuidados Intensivos, sección neonatal del Hospital.
Los días pasaron y la niña empeoraba. Los pediatras tuvieron que decirle finalmente a los padres las terribles palabras "Hay muy pocas esperanzas, prepárense para lo peor" Karen y su esposo contactaron al cementerio local para apartar un lugar para su hijita. Ellos habían creado un cuarto nuevo para su hija y ahora se encontraban haciendo arreglos para un funeral.
Sin embargo, Michael, les rogaba a sus padres que le dejaran ver a su hermanita "Quiero cantarle", decía una y otra vez.
Estuvieron dos semanas en Terapia Intensiva y parecía que el funeral vendría antes de que acabara la semana.
Michael siguió insistiendo que quería cantarle a su hermanita, pero le explicaban que no se permitía la entrada de niños a Terapia Intensiva.
De pronto Karen se decidió, llevaría a Michael a ver a su hermanita, la dejaran o no! Si no veía a su hermanita en ese momento, tal vez no la vería viva nunca. Ella le puso un overol inmenso y lo llevo a Terapia Intensiva, Michael parecía una enorme canasta de ropa sucia.
Pero la jefa de enfermeras se dio cuenta de que era un niño y se enfureció. Saquen a ese niño de aquí ahora mismo! No se admiten niños aquí!"
El carácter fuerte de Karen afloró y, olvidándose de sus lindos modales de dama, que siempre la habían caracterizado, miró con ojos de acero a la enfermera, sus labios eran una sola línea y con firmeza dijo: "El no se va hasta que le cante a su hermanita" y levanto a Michael y lo llevo a la cama de la recién nacida.
El miró a la pequeñita, perdiendo la batalla por conservar la vida. Después de un momento empezó a cantar con la voz que le salía del corazón de un niño de tres años.
Michael le canto: "Eres mi luz del sol, mi única luz, tu me haces feliz cuando el cielo es gris...." (conocida canción en ingles " You are my sunshine").
Instantáneamente, la bebe pareció responder al estimulo de la voz de Michael, su pulso se empezó a volver normal. "Sigue cantando, Michael" le pedía desesperadamente su mama con lágrimas en los ojos. Y el niño seguía: "Tu no sabrás nunca, querida, cuanto te amo, por favor no te lleves mi luz del sol..."
Al tiempo que Michael cantaba a su hermana, la bebe se movía y su respiración se volvía tan suave como la de un gatito cuando lo acarician. "Sigue cantando cariño" le decía su mamá y él continuaba haciéndolo como cuando todavía su hermanita estaba en el vientre de su madre.
"La otra noche, querida, cuando dormía, soñé que te abrazaba en mis brazos..." seguía cantando el niño; la hermanita de Michael empezó a relajarse y a dormir con un sueño reparador que parecía que la mejoraba por segundos. "Sigue cantando Michael"... ahora era la voz de la enfermera gruñona que con lágrimas en los ojos no dejaba de pedirle al niño que continuara. "Tu eres mi luz del sol, mi única luz del sol, por favor no te lleves mi sol..." Al día siguiente... el mismísimo día siguiente... la niña estaba en perfectas condiciones para irse a casa.
La revista "Womans Day" lo llamó "El Milagro de la canción del Hermano". Los doctores le llamaron simplemente un milagro. Karen le llamo "El Milagro del amor".
Este fue un hecho de la vida real y nos sirve para tener siempre presente que: "Uno nunca se debe rendir por la gente que Ama.... Por que el Amor es increíblemente Poderoso."
Desde Mi Cielo
Pues esta es de Mago de OZ
Mägo De Oz
Desde Mi Cielo
Ahora que está todo en silencio
Y que la calma me besa el corazón
Os quiero decir adiós
Porque ha llegado la hora
De que andéis el camino ya sin mí
Hay tanto por lo que vivir
No llores cielo y vuélvete a enamorar
Me gustaría volver a verte sonreír
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a tí
Te cuidaré desde aquí
Sé que la culpa os acosa
Y os susurra al oído: “pude hacer más”
No hay nada que reprochar
Ya no hay demonios
En el fondo del cristal
Y sólo bebo
Todos los besos que no te di
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a ti
Vivo cada vez que habláis de mí
Y muero otra vez si lloráis
He aprendido al fin a disfrutar
Y soy feliz
No llores cielo
Y vuélvete a enamorar
Nunca me olvides
Me tengo que marchar
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a ti
Desde mi cielo
Os arroparé en la noche
Y os acunaré en los sueños
Y espantaré todos los miedos
Desde mi cielo
Os esperaré escribiendo
No estoy solo pues
Me cuidan la libertad y la esperanza
Yo nunca os olvidaré
Mägo De Oz
Desde Mi Cielo
Ahora que está todo en silencio
Y que la calma me besa el corazón
Os quiero decir adiós
Porque ha llegado la hora
De que andéis el camino ya sin mí
Hay tanto por lo que vivir
No llores cielo y vuélvete a enamorar
Me gustaría volver a verte sonreír
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a tí
Te cuidaré desde aquí
Sé que la culpa os acosa
Y os susurra al oído: “pude hacer más”
No hay nada que reprochar
Ya no hay demonios
En el fondo del cristal
Y sólo bebo
Todos los besos que no te di
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a ti
Vivo cada vez que habláis de mí
Y muero otra vez si lloráis
He aprendido al fin a disfrutar
Y soy feliz
No llores cielo
Y vuélvete a enamorar
Nunca me olvides
Me tengo que marchar
Pero mi vida
Yo nunca podré olvidarte
Y sólo el viento sabe
Lo que has sufrido por amarme
Hay tantas cosas
Que nunca te dije en vida
Que eres todo cuanto amo
Y ahora que ya no estoy junto a ti
Desde mi cielo
Os arroparé en la noche
Y os acunaré en los sueños
Y espantaré todos los miedos
Desde mi cielo
Os esperaré escribiendo
No estoy solo pues
Me cuidan la libertad y la esperanza
Yo nunca os olvidaré
El corazón perfecto
Un día un joven se situó en el centro de un poblado y proclamó que él poseía el corazón más hermoso de toda la comarca.
Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni máculas ni rasguños. Sí, coincidieron todos que era el corazón más hermoso que hubieran visto. Al verse admirado, el joven se sintió más orgulloso aún, y con mayor fervor aseguró poseer el corazón más hermoso de todo el vasto lugar.
De pronto, un anciano se acercó y dijo:
- ¿Por qué dices eso, si tu corazón no es ni tan aproximadamente tan hermoso como el mío?
Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos y éstos habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes irregulares en su alrededor. Es más; había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos. La mirada de la gente se sobrecogió - ¿Cómo puede él decir que su corazón es más hermoso?, pensaron.
El joven contempló el corazón del anciano y, al ver su estado desgarbado, se echó a reír. Debes estar bromeando - dijo. Compara tu corazón con el mío... El mío es perfecto. En cambio el tuyo es un conjunto de cicatrices y dolor.
Es cierto, dijo el anciano, tu corazón luce perfecto, pero yo jamás me involucraría contigo... Mira, cada cicatriz representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes por los cuales me alegro, porque al poseerlos me recuerdan el amor que hemos compartido.
Hubo oportunidades en las cuales entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí quedaron los huecos. Dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza que, algún día, tal vez regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón.
¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?
El joven permaneció en silencio. Lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su hermoso y joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo, ya viejo y maltrecho, y con él tapó la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes.
El joven miró su corazón que ya no era perfecto, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior.
Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en él ni máculas ni rasguños. Sí, coincidieron todos que era el corazón más hermoso que hubieran visto. Al verse admirado, el joven se sintió más orgulloso aún, y con mayor fervor aseguró poseer el corazón más hermoso de todo el vasto lugar.
De pronto, un anciano se acercó y dijo:
- ¿Por qué dices eso, si tu corazón no es ni tan aproximadamente tan hermoso como el mío?
Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos y éstos habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes irregulares en su alrededor. Es más; había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos. La mirada de la gente se sobrecogió - ¿Cómo puede él decir que su corazón es más hermoso?, pensaron.
El joven contempló el corazón del anciano y, al ver su estado desgarbado, se echó a reír. Debes estar bromeando - dijo. Compara tu corazón con el mío... El mío es perfecto. En cambio el tuyo es un conjunto de cicatrices y dolor.
Es cierto, dijo el anciano, tu corazón luce perfecto, pero yo jamás me involucraría contigo... Mira, cada cicatriz representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos, a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes por los cuales me alegro, porque al poseerlos me recuerdan el amor que hemos compartido.
Hubo oportunidades en las cuales entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí quedaron los huecos. Dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza que, algún día, tal vez regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón.
¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?
El joven permaneció en silencio. Lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su hermoso y joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón; luego, a su vez, arrancó un trozo del suyo, ya viejo y maltrecho, y con él tapó la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes.
El joven miró su corazón que ya no era perfecto, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior.
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